En los cementerios del desierto
Las flores de papel duran más
Que el nombre de los muertos
En los cementerios del desierto
Las flores de papel duran más
Que el nombre de los muertos
Ramas peladas
Helados y sandalias
Mayoría gana
Sol de mentira
Entra luego esa ropa
O entra cenizas
De pronto a la luz
Se la tragan la noche
Y las cortinas
De pronto tus pies
Se asilan entre mis pies
¡Cómo tiritan!
Cactus woods, I swear
The thorns kept me from the Sun
As they spun the winds
Te juro que esto pasó tal como te lo voy a contar, a apenas días del comienzo del Estallido, ahí cuando los noticieros y matinales llamaron a la juventú a demostrar que ser estudiante no era lo mismo que hacer vandalismo y en respuesta acudieron docenas de chiques de bien al rescate de la Zona Cero en su nobilísima cruzada de aseo y ornato.
Y contándote esto es que veo pasear nuevamente por la desacralizada Lastarria a la santa procesión del Team Tetcho (o Tetcho para Tchile, o Tetcho una Catcha, sepa une qué curita les habrá tocado en la parroquia ladrillo rojo strip-center cota mil a la que asisten), con las boquitas rosadas abiertas de estupefacción ante la tragedia del barrio símbolo de la gentrificación en Chile, todo rayado y cotchino y alfombrado en vidrio molido por esta gentecita menos afortunada que no entiende que así no se reclama, tan distinta la calle a la postal de Tripadvisor o a las selfies que la Loli subio al Insta con su heladito del Emporio, tan artística la prima. A la cabeza del team, un rucísimo Simba avanza a paso ceremonioso, con su espalda enhiesta y moviendo delicadamente su cuello Boticelli para balancear su melena ondulada como si hubiera sido las caderas de la Marilyn Monroe empotradas en un vestido de satín dorado. Le siguen cuatro leoncitas pelolisas, que sostienen apenas unos enormes escobillones nuevos más anchos que sus muñecas, cada una con un par de guantes de cuero amarillo, también nuevos, que se les caen de las manitos, a excepción de la última de la fila, que llevaba bajo un brazo un rollo de bolsas para escombros, más sus guantes, su escobillón y el escobillón de Simba, que pasa de largo a un conserje del barrio, afanado en aplicarle diluyente al EVADE más artístico del barrio, rayado en vertical con un fino trazo Art Noveau en aerosoles plata y fucsia intensos.
Simba se detiene y de sopetón se detienen las leoncitas detrás de su líder, le cae un mechón sobre la frente luminosa cuando gira para mirar hacia el buen hombre. Su rostro se ilumina al darse cuenta que ha encontrado aquí la oportunidad de llevar a cabo su misión purificadora del barrio ultrajado y se devuelve, pone su mano sobre el hombro del conserje como si el mismísimo Jesús de Zefirelli se hubiera salido de la tele como la niña de El Aro, le mira a los ojos y sonriendo le ofrece restregar él su guaipe en la gruesa columna del edificio para que no se canse.
El conserje se afirma los bifocales en la nariz, se limpia las manos en la cotona azul marino y le contempla de pies a cabeza, deteniendo la vista en la crucecita de madera que le baila sobre el pecho. Luego de agradecerle, le tararea en su más amable y socarrona versión de la misa criolla que no se preocupe, pero que pueden hacer otra cosa.
Como hipo en el sol
Esta lluvia de octubre
Raja las guindas
Luego del túnel
El sístole de la uva
Tiñe al valle azul
Vienen los matapiojos
Apaga la luz
Cierra los ojos
The home of blue skies
The province of whitened turds
And kids wedged between
Despertó a gritos de la siesta
A merced de alguna ternura inesperada
se va la niebla
para hacer que vuelva el sol
uso polera
Niebla a mediodía
tumbas junto a la orilla
se esconde un ratón
Murió una vieja Al quiltro que cuidaba Lo cuida otra
A mi vecina María Rojas, 1936-2022.
I sought arrowheads
But my eyes traveled farther
A million year leaf
Allende, en especial Allende en la lucidez del último discurso, encarna una promesa en tránsito, la de ser “intérprete de grandes anhelos de justicia”, consciente de una tarea interrumpida, jamás cancelada: “mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas”. Visto de este modo, Allende es nuestro Arturo, “el rey que fue, el rey que será”, para citar a Mallory.
Aquí, “el metal tranquilo” de la voz de Allende es la voz de nuestra conciencia colectiva, acallada pero a la espera, como la espada Excalibur, de que los pretendientes al trono vacante abran paso a quien sea digno de tomarla entre sus manos para restaurar la paz quebrada del reino.
Cada vez que nuestro nuevo presidente se refiere a su antecesor, siento que Boric comprende, o al menos intuye, la promesa mítica de Allende y que se atreverá a cumplirla: “ante el pueblo y los pueblos de Chile, sí, prometo”.
Las primeras brasas del 18-O estaban todavía al rojo cuando sopló uno más de aquellos vientos que le metieron alma al fuego y lo hicieron bailar de esquina a esquina, de plaza en plaza, pero ninguno como éste que se coló por debajo de puertas y rendijas, abriéndole a medio Chile la cenefa y la cortina y la persiana y el visillo y el black-out de par en par, metiéndole luz al silencio y música a la oscuridad. Hasta ese momento habíamos hablado de los crímenes públicos, del gotario de hiel de las pensiones calculadas a 110 años de existencia, la draculea sangría del precio de los medicamentos cosida con miserables farma-puntos canjeables por mentol de $990 y toda el inventario de deudas y desigualdades de esta larga columna Excel con vista al mar que es nuestro hogar, pero estaban guardadas otras opresiones, las de los crímenes privados, ésos que brotan de brazos peludos que cortan los pasillos como telarañas, del pie en el quicio de la puerta porfiando contra el pestillo del no quiero, de los verbos virulentos salivados al pasar, las ETS adquiridas por vía auricular.
“Y la culpa no era mía…” escuchó la familia por enésima vez aquella semana, con el noticiero del sábado tratando y fracasando en su intento de limarle los dientes al himno de Lastesis con su habitual simulacro de relevancia acerca de lo famosas que se estaban haciendo las artísticas compatriotas urbi et orbi mediante una nota turbia y ombliguera, porque en vez de comentar que en Tumbucustán las mujeres también lo estaban bailando, la matriarca de la casa dijo que a ella también la habían abusado cuando era niña, sin despegar los ojos de la pantalla.
“Cuando tenía como cinco años, un vecino fue a hacer unos arreglos a la casa. Todos estaban en la parte de adelante y yo me fui a ver qué hacía él. Me miró mientras trabajaba y de repente paró, se me acercó y sacó la pirula, yo nunca había visto una, y me la restregó en el hombro un momento. Hacía un ruido raro al respirar, cada vez más fuerte, hasta que no lo escuché más y vi que me corría su cosa por la manga. Me pasó un trapo hediondo por el suéter y me dijo que no le contara nadie. Pero ahora les conté a ustedes. Quién sabe cuanta vieja estará contando sus cosas ahora gracias a estas niñas. Ojalá.”
“Ojalá”, repitieron todes con la boca abierta alrededor de la mesa, sin saber muy bien como responderle a la abuela, excepto una de sus hijas que tomó aire, ya decidida a contar lo que habían hecho alguna vez con ella.
Relato de una enfermera:
-Fue como el 2007, creo. Me tocó una práctica en el Exequiel, en Gran Avenida. El primer día, cuando nos mostraron las instalaciones, pasamos por una sala común donde había una niña de 13 años con anorexia, encerrada en una especie de cubo de vidrio.
– ¿Para asegurarse de que comiera?
-Exacto. Con la taza del baño ahí mismo, para que no vomitara, o para pacientes con bulimia que internaran ahí en otro momento. Weón, una niña de 13 años, sin privacidad de ningún tipo.
-Como bicho de laboratorio.
-Como bicho de laboratorio.
P. trabajó varios años en programas de rehabilitación para alcohólicos y pastabaseros. Nos contó una vez acerca de un chico de 15 años que fumaba pasta y llevaba seis meses en el programa, limpio y afirmándose de a poco, ganando autoestima, empatizando con sus compañeros, confiando lentamente en sus terapeutas. Eso, hasta que llegó el 18.
“Todas las fiestas son una pesadilla en los programas de rehabilitación. Las peores caídas se producen para Fiestas Patrias. Los usuarios salen, a veces súper seguros de sí mismos, y es seguro que muchos no volverán. Hay algunos que recaen y vuelven después de un tiempo, a veces peor que la primera vez que llegaron.”
Le preguntamos por el chico del que nos habló al comienzo.
“Tratamos de ubicarlo, alguno de sus compañeros lo encontró y le dijo que volviera. Luego desapareció del mapa. Después, con todo el trabajo que ya había en la casa de acogida no lo seguimos buscando. Se asumen esos casos como pérdidas.” Con los labios apretados y las cejas levantadas, su cara reflejó la mezcla del asco y la costumbre de contar a esos chicos como verduras echadas a perder.
“¿Pero nunca más supieron nada de él?”
“Como a los dos años de esto iba en el auto después del trabajo, tipo once de la noche. Creí verlo a media cuadra, pero se escondió detrás de un poste sin luz. Ni se me ocurrió parar, no se puede en ese barrio. Los pasteros se ven todos iguales, así puede que no haya sido él.”
“¿Cómo se veía?”
“Muy viejo.”
Amades míes, Besaos hasta que se abran las calles besaos para la guagua que pasea con la oreja puesta en la guata de su mama besaos ante los quiltros para que muevan sus colas de la suerte besaos ante el cielo besaos ante les abueles del barrio besaos ante el parpadeo del semáforo besaos junto a y entremedio la gente que va y la gente que viene besaos hasta la risa y la sonrisa y la pausa y la prisa besaos y regad esta ciudad marchita besaos hasta que el aire os falte besaos una y otra vez sobre el asfalto ardiente nadando en aguanieve besaos hasta que se duerman vuestros labios besaos y despertad al bosque en vuestras manos besaos con los ojos abiertos besaos con los ojos cerrados Pero besaos De amanecida a mediodía y por la tarde arrebatad sus primicias al lucero Besaos abrazades o soplaos besos a través de los cristales Pero besaos Besaos de saludo besaos al adiós Pero besaos por favor Besaos para siempre Y jamás nunca jamás volváis a besaros abajo de las sombras ni atrás de los pestillos Besaos para siempre Besaos en el sol
26. Iba a escribir de un señor jubilado tan, pero tan derechista, que en 1980 fue designado por una autoridad designada para presidir una mesa de votación durante el plebiscito constitucional y asegurar el resultado designado. Iba a escribir además de cómo, entusiasmados él y los vocales con el honor conferido, anularon casi todos los votos del NO a la hora del conteo y marcaron suficientes votos del SÍ como para reemplazarlos en la urna, cuidando no pasarse del número de personas asignadas a la mesa. No había que exagerar, dijeron.
Pero no.
Voy a escribir sobre una señora jubilada que detuvo el abuso a dos universitarias de parte de tres carabineros a punta de estupefacción durante una de las marchas estudiantiles del 2011.
Pasado un mediodía de jueves, detrás de la Embajada de Brasil en el centro de Santiago, la señora caminaba asustada a la residencia del adulto mayor en que vivía, muy cerca de allí. Las monjas le habían advertido sobre “otra protesta más” y ella había salido de todos modos. Tenía compras que hacer y podía hacerlas. Le daba algo de miedo, pero si evitaba la Alameda, pensó, se ahorraría los sobresaltos de estos chiquillos que lo rompían todo, Señor mío, ojalá que llegue antes que empiece el humo, ay, qué es eso, mejor me apuro, murmuró mientras veía a tres carabineros en moto que acorralaban a dos niñas jóvenes, lolitas, qué peligroso, no tendrán miedo estas chiquillas que les pase algo, que les llegue una piedra, digo yo, ay Dios mío, dijo un poco más fuerte cuando vio que las hacían poner las manos contra la pared con las piernas abiertas mientras les vaciaban las mochilas en la vereda, ay Señor, ay Señor, qué es eso, qué les están haciendo, por qué las tocan así en esa parte, habló una vez más al otro lado de la calle, con su bolsa de compras congelada en el aire como un disco PARE.
Un empleado de cuello y corbata que pasaba por ahí también se detuvo boquiabierto, casi a su lado, igual que un obrero mayor que miraba unos metros más allá.
Oiga joven, por qué las tocan así los carabineros, no está bien, no está bien, no está bien. El empleado despertó, sacó su teléfono y comenzó a grabar.
El tercer carabinero cruzó la calle, los increpó, se paró muy cerca de ambos y ni siquiera prestó atención al obrero que desapareció de un segundo a otro, a ver su cédula señor, usted no tiene por qué grabar un procedimiento, a usted le gustaría que yo lo fuera a grabar a su trabajo, a ver borre ese video y me muestra la carpeta vacía después, usted señora también, su cédula, que anda haciendo en la calle con tanto manifestante dando vueltas, es peligroso, dijo mientras la mujer lo miraba sin parpadear y los otros dos carabineros sacaban las manos de abajo de las poleras de las estudiantes para saber qué estaba pasando.
Vámonos, están listos los mirones, les dijo el tercero molesto mientras les devolvía las cédulas a ambos. El empleado temblaba, la señora no se movía y las estudiantes recogían sus cosas dos veces de lo nerviosas que estaban. Los carabineros se fueron por una calle y las estudiantes volaron por la otra. La señora miró al empleado, me acompaña joven por favor, vivo aquí no más, ay Señor qué terrible, qué terrible, son hombrones ya y eran unas niñitas, usted vio lo mismo que yo joven, cierto, qué bueno que las dejaron ir, que terrible, pobres niñas, nunca lo habría imaginado, son carabineros, muy amable, gracias por acompañarme, se despidió, sin darse cuenta del poder que había tenido su decencia.
No fue en una concentración, ni en una protesta, ni en una celebración que las banderas rojas volvieron a flamear sin miedo en Antofagasta. Hizo falta el funeral de un poeta.
Poco más de seis meses antes del fin oficial de la Dictadura, la muerte de Andrés Sabella desbordó el centro de la ciudad con sus estudiantes, colegas y amistades, el Cuerpo de Bomberos, compañeros de colegio, cada club y asociación a los que había pertenecido, desde los intelectuales estoicos y los comerciantes sibaritas a sus dos militancias más queridas, la Iglesia Católica y el Partido Comunista, entonces una contradicción superficial para Sabella y un puñado que sentía como él.
Para las mayorías que le sentían como suyo, sin embargo, eran amores excluyentes. A la liturgia de la catedral se le sumó la liturgia de la calle, las consignas, los cánticos y un valle de coligües ondeando la hoz y el martillo, tan tristes por perder a su compañero como felices de que hubiera sido una muerte natural y de poder estar ahí para despedirlo libremente.
Y allí en medio, en la marea de la Jota, demasiado cansado, demasiado gordo y demasiado sentimental como para poder soportar tanta juventud, estaba el Negro Félix, un obrero jubilado que era tan sencillo y transparente que le despejaba los humos a cualquier soberbia y era llamado abuelo por cada niña y niño que le tomaba la mano, avanzando apenas entre la gente, tropezando con su corazón gigantesco y resbalando en las lágrimas que le rodaban por las mejillas.
“Volvimos,” pensó, “volvimos, no nos alcanzaron a matar a todos,” se dijo, mientras las caras de sus amigos muertos y desaparecidos lo saludaban y dos compañeras lo tomaban trabajosamente de los brazos para sentarlo en una escalinata, justo a tiempo para rescatarlo de un infarto.
Dedicado, obviamente, al Abuelo Negro
On lush empty lots Dandelions come and go Past the realty signs
Ahora que las patas se las lavan en un spa
y se les olvidó que cien años atrás
con cueva les daban agua de la noria
Ahora que tejen linajes con los delirios del opa
y recitan felices la genealogía imaginaria de la nona
Ahora que todos tenían solar
que todos eran de la corte del sultán
que todos eran Von y Van
que todos descienden de un conde
Obviando que de pobres a sus viejos
bien habrían hecho los condones
Ahora que murió ese tío abuelo medio crespo
casado con alguna vieja chica medio pelo
Y ya no tienen que ver a esos primos medio feos
en esas casas que tienen medio bajo el techo
Ahora que son todos aristócratas
Y arrugan la nariz como arruga el frío al escroto
si un hombre negro los tutea al preguntarles donde queda
la oficina del migrante
la dirección del minimarket que da pega
Y le miran el traste de reojo a su mujer negra
jurando idiotamente que lo vende
creyendo idiotamente que sus niños negros
le pegarán a tus niños blancos Dios sepa qué enfermedades
o peor, qué malas costumbres
Ahora que te has hecho un blanco despreciable
tasando tu saludo según el tono del acento
y disimulas cualquier rasgo incompatible
con la foto de un pasaporte europeo
Ahora que no ves la tierra que se pegaba a las bastas de tu tátele
Ahora que no hay huellas ni en tu plato ni en tus sueños
de aquella guerra interminable
Ahora que no es tema el escupo que tu abuelo
recibió del bisabuelo de tu yerno
Ahora que no recuerdas haber olido a guano
ni haber temido ni soñado cuando bajaste del barco
Ahora que finges que nunca llegaste
que juras haber estado desde siempre
Ahora que conviene tanto olvidarse
por favor escúchame de frente,
Igual que tú y yo
los que vienen a vivir
también son muertos de hambre
Y no quieren que a sus hijos se los maten.
se va septiembre
en el viento ceniza,
guirnaldas huachas
Otra gaviota
Pa sacarle una pluma
Cierra la boca