metaliteratura, prosa, Uncategorized

1-8-22 8:32 a.m.

Anoche soñé que estaba de vuelta en el colegio, en edad escolar. Era un día luminoso, pero sin sol. Me encontraba en un patio enorme, como plaza antigua, lleno de pequeños jardines y caminitos que se entrecruzaban. Iba caminando junto a dos personas de mi edad cuyos rostros no vi y a una monja católica, que era Anais Nin. De pronto ella tenía en la mano un pequeño costurero tejido, de muchos colores, del cual asomaban alfileres y agujas, algunas enhebradas. Yo sabía que adentro estaban los hilos y otros implementos.

La Monja/Anais Nin me explicaba como hacer costuras invisibles, que no se rompieran, pero que se adaptaran al uso que se diera a la prenda.

Luego el sueño cambió. Era adulto. Caminaba con Isabel hacia (o en) el Barrio Italia en un Santiago sin grandes edificios, a lo largo de una calle ancha y pintoresca. Era el mismo día luminoso,pero sin sol.

En la mano derecha llevaba el costurero.

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cuento, poesía, prosa

El caminito de luz

Cuando el sol toca el horizonte se abre una puerta. La gente no lo sabe pero la puesta de sol es una puerta abierta al Reino Más Allá de los Confines del Mar. El Rey es un picaflor dorado que flota sobre un bosque de jazmines. Su hija es una gaviota que viaja de un lado a otro del sol.
Los humanos podemos llegar al Reino Más Allá de los Confines del Mar descalzos, siempre y cuando nos untemos una pomada especial en los pies y el sol haga un caminito de luz entre la orilla y el horizonte.


Esta historia la sé porque es la historia de los hermanos Feliso y Felisa, que atravesaron el mar entero en busca de la magia del Rey por amor a su abuela que lo había perdido todo en una tormenta. No me la contaron. Yo la conté a mis sobrinas juntando un montón de historias una tarde de invierno para que comieran su cena.

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infancia, Literatura, música, prosa, Uncategorized

Artes 1

Hay una edad en que cantamos espontáneamente melodías que no habíamos oído jamás. Es la edad del “sentir profundo” en Volver a los 17, también la edad del niño que va cantando por los campos en la Égloga Novena de Virgilio:


“Recuerdo muchas veces que de niño, cantando, largos días el sol me vio pasar. Y ahora tantos cantos se me han olvidado…”


Es también la edad que lleva dentro el protagonista de Mi nombre es Nadie (1973), spaghetti western de Tonino Valerii. Nadie, interpretado por Terence Hill, va por la vida con la mirada de un chico travieso y soñador que cabalga a través de un mundo peligroso y al borde de la extinción, mientras juega a los pistoleros y sigue los pasos, literalmente, del exhausto tirador (Henry Fonda) cuyas hazañas le inspiran desde pequeño. Su astucia e ingenuidad hacen que, por supuesto, nadie sea mejor que Nadie jugando a los bandidos.


La película parte con un tema de Ennio Morricone (1928-2020), que da un delicadísimo giro en su maestría de la nostalgia al reflejar la alegría sencilla de las canciones sin pasado que tarareábamos en la infancia. Lo sé porque, no hace mucho, llevé en mis hombros a una niña que cantó la suya y yo, con solo oírla, volví a cantar la mía.

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Servicio de Utilidad Pública 29 – Rexque Futurus

Allende, en especial Allende en la lucidez del último discurso, encarna una promesa en tránsito, la de ser “intérprete de grandes anhelos de justicia”, consciente de una tarea interrumpida, jamás cancelada: “mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas”. Visto de este modo, Allende es nuestro Arturo, “el rey que fue, el rey que será”, para citar a Mallory.

Aquí, “el metal tranquilo” de la voz de Allende es la voz de nuestra conciencia colectiva, acallada pero a la espera, como la espada Excalibur, de que los pretendientes al trono vacante abran paso a quien sea digno de tomarla entre sus manos para restaurar la paz quebrada del reino.

“El rey que fue, el rey que será”

Cada vez que nuestro nuevo presidente se refiere a su antecesor, siento que Boric comprende, o al menos intuye, la promesa mítica de Allende y que se atreverá a cumplirla: “ante el pueblo y los pueblos de Chile, sí, prometo”.

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Servicio de utilidad pública 28 – Día Internacional de la Mujer

Las primeras brasas del 18-O estaban todavía al rojo cuando sopló uno más de aquellos vientos que le metieron alma al fuego y lo hicieron bailar de esquina a esquina, de plaza en plaza, pero ninguno como éste que se coló por debajo de puertas y rendijas, abriéndole a medio Chile la cenefa y la cortina y la persiana y el visillo y el black-out de par en par, metiéndole luz al silencio y música a la oscuridad. Hasta ese momento habíamos hablado de los crímenes públicos, del gotario de hiel de las pensiones calculadas a 110 años de existencia, la draculea sangría del precio de los medicamentos cosida con miserables farma-puntos canjeables por mentol de $990 y toda el inventario de deudas y desigualdades de esta larga columna Excel con vista al mar que es nuestro hogar, pero estaban guardadas otras opresiones, las de los crímenes privados, ésos que brotan de brazos peludos que cortan los pasillos como telarañas, del pie en el quicio de la puerta porfiando contra el pestillo del no quiero, de los verbos virulentos salivados al pasar, las ETS adquiridas por vía auricular.

“Y la culpa no era mía…” escuchó la familia por enésima vez aquella semana, con el noticiero del sábado tratando y fracasando en su intento de limarle los dientes al himno de Lastesis con su habitual simulacro de relevancia acerca de lo famosas que se estaban haciendo las artísticas compatriotas urbi et orbi mediante una nota turbia y ombliguera, porque en vez de comentar que en Tumbucustán las mujeres también lo estaban bailando, la matriarca de la casa dijo que a ella también la habían abusado cuando era niña, sin despegar los ojos de la pantalla.

“Cuando tenía como cinco años, un vecino fue a hacer unos arreglos a la casa. Todos estaban en la parte de adelante y yo me fui a ver qué hacía él. Me miró mientras trabajaba y de repente paró, se me acercó y sacó la pirula, yo nunca había visto una, y me la restregó en el hombro un momento. Hacía un ruido raro al respirar, cada vez más fuerte, hasta que no lo escuché más y vi que me corría su cosa por la manga. Me pasó un trapo hediondo por el suéter y me dijo que no le contara nadie. Pero ahora les conté a ustedes. Quién sabe cuanta vieja estará contando sus cosas ahora gracias a estas niñas. Ojalá.”

“Ojalá”, repitieron todes con la boca abierta alrededor de la mesa, sin saber muy bien como responderle a la abuela, excepto una de sus hijas que tomó aire, ya decidida a contar lo que habían hecho alguna vez con ella.

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Chile, política, prosa

Servicio de utilidad pública 16

Relato de una enfermera:


-Fue como el 2007, creo. Me tocó una práctica en el Exequiel, en Gran Avenida. El primer día, cuando nos mostraron las instalaciones, pasamos por una sala común donde había una niña de 13 años con anorexia, encerrada en una especie de cubo de vidrio.


– ¿Para asegurarse de que comiera?


-Exacto. Con la taza del baño ahí mismo, para que no vomitara, o para pacientes con bulimia que internaran ahí en otro momento. Weón, una niña de 13 años, sin privacidad de ningún tipo.


-Como bicho de laboratorio.


-Como bicho de laboratorio.

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Chile, comentario social, prosa, Uncategorized

Servicio de utilidad pública 8

P. trabajó varios años en programas de rehabilitación para alcohólicos y pastabaseros. Nos contó una vez acerca de un chico de 15 años que fumaba pasta y llevaba seis meses en el programa, limpio y afirmándose de a poco, ganando autoestima, empatizando con sus compañeros, confiando lentamente en sus terapeutas. Eso, hasta que llegó el 18.

“Todas las fiestas son una pesadilla en los programas de rehabilitación. Las peores caídas se producen para Fiestas Patrias. Los usuarios salen, a veces súper seguros de sí mismos, y es seguro que muchos no volverán. Hay algunos que recaen y vuelven después de un tiempo, a veces peor que la primera vez que llegaron.”

Le preguntamos por el chico del que nos habló al comienzo.

“Tratamos de ubicarlo, alguno de sus compañeros lo encontró y le dijo que volviera. Luego desapareció del mapa. Después, con todo el trabajo que ya había en la casa de acogida no lo seguimos buscando. Se asumen esos casos como pérdidas.” Con los labios apretados y las cejas levantadas, su cara reflejó la mezcla del asco y la costumbre de contar a esos chicos como verduras echadas a perder.


“¿Pero nunca más supieron nada de él?”


“Como a los dos años de esto iba en el auto después del trabajo, tipo once de la noche. Creí verlo a media cuadra, pero se escondió detrás de un poste sin luz. Ni se me ocurrió parar, no se puede en ese barrio. Los pasteros se ven todos iguales, así puede que no haya sido él.”


“¿Cómo se veía?”


“Muy viejo.”

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Servicio de utilidad pública – 11

La primera burrada que dijo el estudiante me pilló de sorpresa. Fracasé al explicarle la ferocidad de la discriminación hacia las mujeres en Chile porque me respondió con un cliché idiota del tipo “a nosotros también nos discriminan por ser hombres”. Recordé un video feminista que me habían enviado un año antes de ese momento. “Sois bienvenidos a nuestra lucha chavales, pero sois nuestros colaboradores nada más y debéis dejarnos a nosotras dar las peleas importantes.”

-Tal vez alguna de tus compañeras podría tener la gentileza de contarte a qué edad le dijeron una cochinada o le dieron un agarrón por primera vez, sin detalles, o con detalles si ellas quieren.

Varias de ellas giraron hacia él para mirarlo fijo.

-13 años.
-12.
-Yo 14.
-A mí a los 16 un gallo como de 30 me arrinconó en el metro y me metió la mano abajo del jumper, pero un matrimonio de edad le empezó a gritar y me arranqué.
-En segundo medio a mí y a mi amiga nos silbó un tipo en una esquina y tenía los pantalones abajo.
-A mí me empezaron a decir cosas a los 10 porque me desarrollé muy niña.


Hubo unos segundos de silencio. Ahora las estudiantes me miraban fijo a mí. Me exigían que hablara por última vez


-¿Te ha pasado algo parecido?
-No profesor, nunca.
-Lo imaginaba- dijo la última estudiante en contar su historia.

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envejecimiento, prosa, vejez

Servicio de utilidad pública – 27

Oigo un “¡¡¡Mortyyyyyy!!!” que trae el viento en un paseo peatonal y luego aparece un fox-terrier que corre desbocado hacia donde yo estoy caminando. La pareja que lo persigue está muy lejos y la escalera que llevará al perro hacia la calle está cada vez más cerca. Me muevo rápido para agarrarlo, pero el perro lo es más y me esquiva. Giro, sabiendo que no lo atraparé y apretando los dientes por miedo a ver cómo le atropellan.

Ahí está un adulto mayor que pasé de largo hace un momento. Saca del bolsillo una bolsa de plástico y la hace sonar con fuerza. El perro se le acerca para oler si la bolsa tiene comida y el viejo lo toma del collar y le hace cariño en la cabeza. La pareja llega corriendo sin aliento, le ponen la correa a Morty, nos agradecen a ambos y siguen su camino, igual que el hombre, quien se aleja caminando despacio. Lleva las manos tomadas en la espalda.

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Servicio de utilidad pública – 26

26. Iba a escribir de un señor jubilado tan, pero tan derechista, que en 1980 fue designado por una autoridad designada para presidir una mesa de votación durante el plebiscito constitucional y asegurar el resultado designado. Iba a escribir además de cómo, entusiasmados él y los vocales con el honor conferido, anularon casi todos los votos del NO a la hora del conteo y marcaron suficientes votos del SÍ como para reemplazarlos en la urna, cuidando no pasarse del número de personas asignadas a la mesa. No había que exagerar, dijeron.

Pero no.

Voy a escribir sobre una señora jubilada que detuvo el abuso a dos universitarias de parte de tres carabineros a punta de estupefacción durante una de las marchas estudiantiles del 2011.

Pasado un mediodía de jueves, detrás de la Embajada de Brasil en el centro de Santiago, la señora caminaba asustada a la residencia del adulto mayor en que vivía, muy cerca de allí. Las monjas le habían advertido sobre “otra protesta más” y ella había salido de todos modos. Tenía compras que hacer y podía hacerlas. Le daba algo de miedo, pero si evitaba la Alameda, pensó, se ahorraría los sobresaltos de estos chiquillos que lo rompían todo, Señor mío, ojalá que llegue antes que empiece el humo, ay, qué es eso, mejor me apuro, murmuró mientras veía a tres carabineros en moto que acorralaban a dos niñas jóvenes, lolitas, qué peligroso, no tendrán miedo estas chiquillas que les pase algo, que les llegue una piedra, digo yo, ay Dios mío, dijo un poco más fuerte cuando vio que las hacían poner las manos contra la pared con las piernas abiertas mientras les vaciaban las mochilas en la vereda, ay Señor, ay Señor, qué es eso, qué les están haciendo, por qué las tocan así en esa parte, habló una vez más al otro lado de la calle, con su bolsa de compras congelada en el aire como un disco PARE.

Un empleado de cuello y corbata que pasaba por ahí también se detuvo boquiabierto, casi a su lado, igual que un obrero mayor que miraba unos metros más allá.

Oiga joven, por qué las tocan así los carabineros, no está bien, no está bien, no está bien. El empleado despertó, sacó su teléfono y comenzó a grabar.

El tercer carabinero cruzó la calle, los increpó, se paró muy cerca de ambos y ni siquiera prestó atención al obrero que desapareció de un segundo a otro, a ver su cédula señor, usted no tiene por qué grabar un procedimiento, a usted le gustaría que yo lo fuera a grabar a su trabajo, a ver borre ese video y me muestra la carpeta vacía después, usted señora también, su cédula, que anda haciendo en la calle con tanto manifestante dando vueltas, es peligroso, dijo mientras la mujer lo miraba sin parpadear y los otros dos carabineros sacaban las manos de abajo de las poleras de las estudiantes para saber qué estaba pasando.

Vámonos, están listos los mirones, les dijo el tercero molesto mientras les devolvía las cédulas a ambos. El empleado temblaba, la señora no se movía y las estudiantes recogían sus cosas dos veces de lo nerviosas que estaban. Los carabineros se fueron por una calle y las estudiantes volaron por la otra. La señora miró al empleado, me acompaña joven por favor, vivo aquí no más, ay Señor qué terrible, qué terrible, son hombrones ya y eran unas niñitas, usted vio lo mismo que yo joven, cierto, qué bueno que las dejaron ir, que terrible, pobres niñas, nunca lo habría imaginado, son carabineros, muy amable, gracias por acompañarme, se despidió, sin darse cuenta del poder que había tenido su decencia.

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Servicio de utilidad pública – 24

Poco después del Golpe, Pinochet visitó Antofagasta. El administrador de una importante faena minera local recibió un télex de algún oficial de la guarnición que requería un contingente de trabajadores para desfilar frente a Pinochet, en muestra de apoyo de parte de “las fuerzas vivas de la nación”. No sé que pensó el administrador, tal vez no quería desarmar los turnos, tal vez no quería romper el equilibrio precario de la faena, tembloroso por el encarcelamiento de varios trabajadores, o quizás solidarizó con el orgullo asustado de los viejos, varios de los cuales confiaban tanto en él que le seguían y seguirían cada vez que se cambiaba de una a otra empresa minera, pero decidió contestar más o menos así:
“Ruego establecer prioridad télex n°__ ó bando supremo n°__”, aquél que ordenaba que la prioridad de la industria era producir a toda máquina en aras de la Reconstrucción Nacional. La respuesta fue típicamente militar: “Afirmativo. Bando n°__ tiene prioridad”.
Cuando le comenté al administrador que debía sentirse orgulloso de ello, guardó silencio mientras terminaba de tomar su taza de té y luego me dio una respuesta típicamente minera:
“Hay que hacer lo que hay que hacer.”
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Servicio de Utilidad Pública – Todos los relatos

26. Iba a escribir de un señor jubilado tan, pero tan derechista, que en 1980 fue designado por una autoridad designada para presidir una mesa de votación durante el plebiscito constitucional y de como, entusiasmados él y los vocales con el honor conferido, anularon casi todos los votos del NO a la hora del conteo y marcaron suficientes votos del SÍ como para reemplazarlos, cuidando no pasarse del número de personas asignadas a la mesa. No había que exagerar, dijeron.

Pero no.

Voy a escribir sobre una señora jubilada que detuvo el abuso a dos universitarias de parte de tres carabineros a punta de estupefacción durante una de las marchas estudiantiles del 2011.

Pasado un mediodía de jueves, detrás de la Embajada de Brasil en el centro de Santiago, la señora caminaba asustada a la residencia del adulto mayor en que vivía, muy cerca de allí. Las monjas le habían advertido sobre “otra protesta más” y ella había salido de todos modos. Tenía compras que hacer y podía hacerlas. Le daba algo de miedo, pero si evitaba la Alameda, pensó, se ahorraría los sobresaltos de estos chiquillos que lo rompían todo, Señor mío, ojalá que llegue antes que empiece el humo, ay, qué es eso, mejor me apuro, murmuró mientras veía a tres carabineros en moto que acorralaban a dos niñas jóvenes, lolitas, que peligroso, no tendrán miedo que les pase algo, que les llegué una piedra, digo yo, ay Dios mío, dijo un poco más fuerte cuando vio que las hacían poner las manos contra la pared con las piernas abiertas mientras les vaciaban las mochilas abiertas en la vereda, ay Señor, ay Señor, qué es eso, qué les están haciendo, por qué las tocan así en esa parte, habló una vez más al otro lado de la calle, con su bolsa de compras congelada en el aire como un disco PARE.

Un empleado de cuello y corbata que pasaba por ahí también se detuvo boquiabierto, casi a su lado, igual que un obrero mayor que miraba unos metros más allá.

Oiga joven, por qué las tocan así los carabineros, no está bien, no está bien, no está bien y el empleado despertó, sacó su teléfono y comenzó a grabar.

El tercer carabinero cruzó la calle, los increpó, se paró muy cerca de ambos y ni siquiera prestó atención al obrero que desapareció de un segundo a otro, a ver su cédula señor, usted no tiene por qué grabar un procedimiento, a usted le gustaría que yo lo fuera a grabar a su trabajo, a ver borre ese video y me muestra la carpeta después, usted señora también, su cédula, que anda haciendo en la calle con tanto manifestante dando vueltas, es peligroso, dijo mientras la mujer lo miraba fijamente y los otros dos carabineros sacaban las manos de abajo de las poleras de las estudiantes para saber qué estaba pasando.

Vámonos, están listos los mirones, les dijo el tercero molesto mientras les devolvía las cédulas a ambos. El empleado temblaba, la señora no se movía y las estudiantes recogían sus cosas dos veces de lo nerviosas que estaban. Los carabineros se fueron por una calle y las estudiantes volaron por la otra. La señora miró al empleado, acompáñeme joven por favor, vivo aquí no más, ay Señor qué terrible, qué terrible, son hombrones ya y eran unas niñitas, usted vio lo mismo que yo joven, cierto, qué bueno que las dejaron ir, que terrible, pobres niñas, nunca lo habría imaginado, son carabineros, muy amable, gracias por acompañarme, se despidió, sin darse cuenta del poder que había tenido su decencia.

25. No fue en una concentración, ni en una protesta, ni en un carnaval que las banderas rojas volvieron a flamear sin miedo en Antofagasta. Hizo falta el funeral de un poeta.

Poco más de seis meses antes del fin oficial de la Dictadura, la muerte de Andrés Sabella desbordó el centro de la ciudad con sus estudiantes, colegas y amistades, el Cuerpo de Bomberos, compañeros de colegio, cada club y asociación a los que había pertenecido, desde los intelectuales estoicos y los comerciantes sibaritas a sus dos militancias más queridas, la Iglesia Católica y el Partido Comunista, entonces una contradicción superficial para Sabella y un puñado que sentía como él.

Para las mayorías que le sentían como suyo, sin embargo, eran amores excluyentes. A la liturgia de la catedral se le sumó la liturgia de la calle, las consignas, los cánticos y un valle de coligües ondeando la hoz y el martillo, tan tristes por perder a su compañero como felices de que hubiera sido una muerte natural y de poder estar ahí para despedirlo libremente.

Y allí en medio, en la marea de la Jota, demasiado cansado, demasiado gordo y demasiado sentimental como para poder soportar tanta juventud, estaba el Negro Félix, un obrero jubilado que era tan sencillo y transparente que le despejaba los humos a cualquier soberbia y era llamado abuelo por cada niña y niño que le tomaba la mano, avanzando apenas entre la gente, tropezando con su corazón gigantesco y resbalando en las lágrimas que le rodaban por las mejillas.

“Volvimos,” pensó, “volvimos, no nos alcanzaron a matar a todos,” se dijo, mientras las caras de sus amigos muertos y desaparecidos lo saludaban y dos compañeras lo tomaban trabajosamente de los brazos para sentarlo en una escalinata, justo a tiempo para rescatarlo del infarto.

Dedicado, obviamente, al Abuelo Negro

24. Poco después del Golpe, Pinochet visitó Antofagasta. El administrador de una importante faena minera local recibió un télex de algún oficial de la guarnición que requería un contingente de trabajadores para desfilar frente a Pinochet, en muestra de apoyo de parte de “las fuerzas vivas de la nación”. No sé que pensó el administrador, tal vez no quería desarmar los turnos, tal vez no quería romper el equilibrio precario de la faena, tembloroso por el encarcelamiento de varios trabajadores, o quizás solidarizó con el orgullo asustado de los viejos, varios de los cuales confiaban tanto en él que le seguían y seguirían cada vez que se cambiaba de una a otra empresa minera, pero decidió contestar más o menos así:

“Ruego establecer prioridad télex n°__ ó bando supremo n°__”, aquél que ordenaba que la prioridad de la industria era producir a toda máquina en aras de la Reconstrucción Nacional. La respuesta fue típicamente militar: “Afirmativo. Bando n°__ tiene prioridad”.
Cuando le comenté al administrador que debía sentirse orgulloso de ello, guardó silencio mientras terminaba de tomar su taza de té y luego me dio una respuesta típicamente minera:
“Hay que hacer lo que hay que hacer.”

23. 1924: Desde muy joven, el profesor de francés salía de su casa en traje y corbata hasta para ir a comprar pan a la esquina. La forma era la forma.

1930: El profesor de francés era, además, agnóstico, masón y feroz comecuras, lo cual no le impedía acompañar a su esposa a la iglesia todos los domingos y fiestas de guardar, para luego leer el periódico en la plaza. Unos minutos antes del término de la misa, la esperaba bajo el pórtico de entrada con el sombrero bajo el brazo y saludaba al cura mientras le ofrecía el brazo a su esposa para bajar la escalinata. Un caballero era un caballero.

1936: El profesor de francés era, además de masón, un riguroso militante del Partido Radical. Sin embargo, cuando sus correligionarios desairaron y dejaron sin alojamiento a un joven dirigente socialista y hermano masón de visita en la ciudad, fue a buscarlo para ofrecerle alojamiento en su casa por el tiempo que fuera necesario. El honor era el honor.

Esa noche, después de cenar, el profesor de francés pidió al joven dirigente socialista que le explicara su postura política. Discutieron sus convicciones sobre el bien comúen y consultaron la biblioteca del profesor y los libros que traía el joven dirigente para probar qué era lo justo. Luego de unas horas, el profesor dijo al joven dirigente que lo había convencido. Al día siguiente renunció al Partido Radical y se inscribió en el Partido Socialista. La razón era la razón.

1967: La mente del profesor de francés empezó a tropezar. Su saber enciclopédico no fue rival para el olvido y gentilmente contestaba “número equivocado” a cada llamada que recibía, porque en su casa, decía, no había teléfono. Se le fueron cayendo los nombres de amigos, familiares y conocidos, pero no todos, no siempre. Para el invierno de 1970, ya postrado y a pocas semanas de morir, tuvo una última tarde lúcida. Llamó por su nombre a un hijo que llevaba tiempo confundiendo con un tío y preguntó por cada nieto y nieta que tenía a la hija que lo acompañaba esa tarde. Guardó silencio un momento hasta que le brillaron los ojos y la tomó de la mano. “Mijita, ¿ya ganó Allende?”

La esperanza era la esperanza.

22. En una actividad en clases, una estudiante contó que en el supermercado donde trabaja de empaque, una señora muy humilde da propinas en galletas que hace ella.
-Abre la cartera, adentro tiene una bolsa de cartón con las galletas, saca una con una servilleta y te la da.
-No les conviene mucho entonces la propina – intervino un compañero.
– ¡Na’ que ver! Todos nos peleamos por atenderla, es muy linda.

21. “Hueona, mi mamá que es fome. La invitamos a un restorán pal día de la madre ayer y como a la hora estaba con cara de amargada. Igual se rió harto con una mina que hacía estandap, así como a lo Natalia Valdebenito, pero al final andaba toda nerviosa e insoportable. Llegamos a la casa y altiro se puso a planchar y a hacer cosas y yo hueona estudiando pa la solemne y ella pasando la aspiradora hasta las 11 de la noche.”

20. Una puerta con letrero “SOLO PERSONAL AUTORIZADO” entreabierta en una tienda por departamentos. Se ve una mesa con una bolsa de tachuelas de alarmas para la ropa y un archivador de tapa dura acostado. Entre los dos hay una rosa roja envuelta en papel celofán con una cinta blanca y un corazón de cartulina con letra infantil. Se alcanza a leer “FELIZ D …”

19. Entre la segunda mitad de los años 70 y el año 2000, mi mamá fue casi todos los años a la Fiesta de la Tirana, muchas veces a pagar una manda, todas ellas para comprar chalecos y calcetines de alpaca, pululos, melcochas y el cuantuhay que a mi papá o al que le hubiese tocado llevarla y escoltarla le tocaría embutir delicadamente en el auto.
Parte vital de esas compras consistía en conversar con los vendedores, preguntarles cómo estaban, de dónde venían y escuchar lo que ellos quisieran contar de sí mismos.
“Seis hijos tengo pues, y vendiendo estas cositas les puedo comprar sus materiales para la escuela y otras cositas más.”
“¿Y de qué parte de Bolivia es usted?”
“Pues yo vengo de Cochabamba.”
“¡Ah! ¿Se vino en bus, en qué se vino?”
“No pues, en bus no,” dijo riendo, “he caminado casi todo el camino y me han traído en camión también.”
“¡¿Se vino caminando?! ¿Y no le da miedo que le hagan algo, que un hombre …?”
“…No, eso no, una tumbadita más, una tumbadita menos, ¡qué más da! Pero que me roben la mercadería, eso sí que me da mucho miedo señora.”

18. Cuando sus hijos tenían entre 13 y 18 años, descubrió que su marido tenía una querida. Tenía una mantenida. Tenía otra. Amante no. Le daba asco lo que se imaginaba con la palabra.
También entendió que la mayoría de su círculo social sabía. Dejó de hablarles de inmediato.
-No fue por la traición, imagínate, si me traicionó mi propio marido, qué me iba a importar que me traicionaran esas tales por cuales. Lo que me dio rabia es como se deben haber reído de mí, la hueona gorreá deben haberse dicho entre ellas -vació el vaso y me lo acercó-. Sírveme otra piscola Chico por favor. Pero más cargada, ésta no estaba ni para curar a una monja.
Cambió la voz. Le salían las vocales por detrás de los dientes, sin aliento casi, y sus consonantes en ese tiempo, recordé mientras le llenaba el vaso, sonaban como taladros, transformadores y motores de combustión.
-Me sentía sucia, como la mopa para limpiar el pichí de los perros. No lloré. Nunca. Si lloraba los niños iban a saber.
Pero vieron lo suficiente como para entender que su mamá estaba mal. Y su papá llegaba más temprano a la casa, siempre tanteando el camino, como si tuviera miedo de algo. Sin hablarlo entre ellos, decidieron no averiguar. La ley del silencio no alcanzó para que evitaran insultarse y pelear a cada oportunidad.
-Me quería morir. Los niños se odiaban. Me odiaban a mí, odiaban a su papá. Me estaba ahogando. Hablé con el párroco, lo único que me dijo era que no podía separarme, que por el bien de mi familia no volviera a pensar en eso. Estaba sola.
– ¿Ahí fue que se empezó a enfermar?
-Ahí fue que me dio el cáncer, sí. Y fue cuando los dos mayores se enteraron por otro lado y le contaron a las niñas. Entraron los cuatro a mi pieza una tarde y me exigieron que les contara todo. Les pedí que no castigaran a su papá, que esas cosas las arreglaríamos entre nosotros, pero tú viste como se pusieron con él después. Entre los dos no habíamos cruzado más de diez palabras por día desde hace un año. Nada como una biopsia para romper el hielo. Me pidió perdón, yo le dije que si lo perdonaba sería cuando yo pudiera y quisiera hacerlo. Le dije también que no esperara que yo me fuera a ablandar con él por estar enferma. Lo agarré a cachetadas. Le grité. Aguantó todo. Más le valía al huevón. Se portó bien. Se asustó. Me dijo que había dejado a la yegua, justo antes de que yo fuera al médico- se calló un rato-. Me dieron el alta al año y medio. Tú te acuerdas, yo creo. Él y yo todavía no estábamos bien, eso se demora mucho tiempo, pero hablábamos, y yo hablaba con los niños de todo esto. Supongo que por eso nunca me volví a enfermar.- Se tomó el resto del trago y me miró fijo- El silencio te mata Chico, acuérdate siempre de eso. Ahora pásame tu vaso, yo sirvo las piscolas, son demasiado fifí las tuyas.

17. Mi estudiante top:
“Imagine profe, soy mujer, morena y en silla de ruedas. Si también fuera sumisa, entonces también sería hueona.”

16. Relato de una enfermera:
-Fue como el 2007, creo. Me tocó una práctica en el Exequiel. El primer día, cuando nos mostraron las instalaciones, pasamos por una sala común donde había una niña de 13 años con anorexia, encerrada en una especie de cubo de vidrio.
– ¿Para asegurarse de que comiera?
-Exacto. Con la taza del baño ahí mismo, para que no vomitara, o para pacientes con bulimia que internaran ahí en otro momento. Weón, una niña de 13 años, sin privacidad de ningún tipo.
-Como un bicho de laboratorio.
-Como un bicho de laboratorio.

15. Antofagasta, años ’80. El cuerpo de la Peluquera apareció en la orilla del mar junto a unos roqueríos en la zona norte de la ciudad. Sacos de rumores se apilaron a su alrededor en versiones cruzadas que se entremezclaban y contradecían en las fechas y los nombres y los lugares de su historia, que de noche era prostituta y estaba chantajeando a un general o coronel de uno de los regimientos locales; que el coronel era CNI; que quedó embarazada de un prócer local y él se negó a reconocer la guagua; que la esposa del prócer, aterrada porque él la iba a dejar por la Peluquera, le obligó a deshacerse de ella; que le guardaba coca a unos narcos y la sorprendieron pateándola con aspirina para hacerse su propio negocio; que uno de los narcos era el prócer local y ella había amenazado con denunciarlo; que después de la peluquería trabajaba en un topless y la noche de su muerte un cliente la había sacado del local; que sabía algo importante de los milicos que se le había salido a un CNI ebrio, o en un acceso de sinceridad poscoital, o ambas cosas; que no era CNI, era tira no más y él era quien la sacó del topless; que un amante celoso la mató después que el tira la dejó en su casa esa noche, y así, hasta que la desaparecieron entre tanto cuento y renació en una animita enorme, con ventana y espacio suficiente para sentarse, suelo de cemento y paredes cubiertas con baldosas que a su vez se cubrieron con plaquitas agradeciendo los favores concedidos, con las olas rompiendo siempre a su espalda, el viento salado agitando las flores de papel, plásticas y vegetales y haciendo tiritar las decenas de velas constantemente encendidas por años hasta que una noche un temporal se la llevó casi entera al mar y quedó apenas parte del suelo de cemento.

El culto se apagó por un tiempo, pero volvió. La animita está enorme, hay bancas y mesas y está lleno de placas como esta: “Gracias Juanita por alejar a mi yerno de mi hija.”

14. Clara hace animalitos y flores y gotas de agua de colores en crin de caballo de Rari. La conocí afuera del metro Cumming y la he visto muchas veces detrás de la Catedral, junto a un quiosco en calle Bandera. Nunca me recuerda pero se da cuenta que ya le he comprado antes. A veces cuenta un poco de ella misma, pero no de su familia. Hace aseo, cocina y lava la ropa después que cierra el metro a las 11 de la noche. A veces se queda dormida con la escoba o con una sábana entre las manos.

“Yo no más hago las cosas de la casa, los otros… Yo hago las cosas de la casa.”

13. “Cuesta demasiado encontrar buena ropa outdoor para mujer, ni hablar de trekking.” Era ya la cuarta tienda que recorrían.
En la sexta estaba mosqueada. “Creen que outdoor para mina significa jeans apretados y zapatillas color flúor pero sin brillitos, como si eso protegiera de un esguince si una se resbala. Estamos casi igual que las minas en corsé, desmallándose, ahogadas por las barbas después de dar la vuelta a la plaza.

12. “Después que perdí esa guagua el año ’85 no paraba de dar leche. Me corría y corría y andaba con las pechugas correosas y llenas de globos. Me dolía que no te explico.
Cuando salí de la micro cesárea compartí pieza en la clínica con una mamá que había tenido un prematuro de tan pocas semanas que habían pasado varios días y a ella no le bajaba la leche no más.

Le ofrecí la mía al gine que la atendía. Aprovechó la oferta y me llevaron en silla de ruedas a la sala de los prematuros, me pusieron al niño en una pechuga y después en la otra hasta que se cansó. Era un alivio enorme, pero como era muy chiquitito no sabía mamar o no mamaba tanto. Podría haber preguntado si había otros para que me sacaran más todavía.

Fue por dar leche esos tres días tres veces al día que me siguió saliendo, si no, se me habría cortado. Estuve dos meses así, probando de todo, al borde de la mastitis, regalando leche como remedio para las úlceras, el acné y un cuantohay, hasta que una vieja en Taltal me dijo que me fajara las pechugas en cruz, apretándolas lo más posible, y que me diera baños en el mar, entrando y saliendo del agua a cada rato hasta que dejara de salirme.

Me amarré dos pañales gigantes de tela, les di un par de vueltas para que quedaran bien apretados y con el nudo justo en el hueco entre las pechugas. Me hundí hasta el cuello y sentí como se me apretaban inmediatamente. No me dolió porque el agua estaba más helada que la cresta.

Lo repetí varias veces hasta quedar morada de frío. Esa noche ya me salía menos. Lo volví a hacer por dos días más. Al tercer día se me había cortado completamente la leche.”

11. La primera burrada que dijo el estudiante me pilló de sorpresa. Fracasé al explicarle la ferocidad de la discriminación hacia las mujeres en Chile porque me respondió con un cliché idiota del tipo “a nosotros también nos discriminan por ser hombres”. Recordé un video feminista que me habían enviado un año antes de ese momento. “Sois bienvenidos a nuestra lucha chavales, pero sois nuestros colaboradores nada más y debéis dejarnos a nosotras dar las peleas importantes.”

-Tal vez alguna de tus compañeras podría tener la gentileza de contarte a qué edad le dijeron una cochinada o le dieron un agarrón por primera vez, sin detalles, o con detalles si ellas quieren.

Varias de ellas giraron hacia él para mirarlo fijo.

-13 años.
-12.
-Yo 14.
-A mí a los 16 un gallo como de 30 me arrinconó en el metro y me metió la mano abajo del jumper, pero un matrimonio de edad le empezó a gritar y me arranqué.
-En segundo medio a mí y a mi amiga nos silbó un tipo en una esquina y tenía los pantalones abajo.
-A mí me empezaron a decir cosas a los 10 porque me desarrollé muy niña.
Hubo unos segundos de silencio. Ahora las estudiantes me miraban fijo a mí. Me exigían que hablara por última vez
-¿Te ha pasado algo parecido?
-No profesor, nunca.
-Lo imaginaba- dijo la última estudiante en contar su historia.

10. En los años ’60, Norma llegó a Santiago desde el campo a trabajar donde una familia burguesa, de buen pasar, con el trato de que recibiría alojamiento, comida, educación y un sueldo modesto. Estaba por cumplir catorce años.

La dueña de casa era una señora jubilada que había llegado también del campo más de medio siglo antes, pero en circunstancias muy diferentes. Su padre sabía que con su sueldo de administrador de fundo sus hijas no eran un buen partido y las envió a todas a estudiar en el internado de Isabel Le Brun en Santiago, para que fueran profesoras y tuvieran como sobrevivir por sí solas y algún ingreso que ofrecer en caso de tener pretendientes. Ya titulada, conoció a otro profesor y juntos hicieron clases y criaron a sus hijos en una provincia del desierto. Llegó a dirigir un liceo de hombres y amadrinó una compañía de bomberos y la liga local de estudiantes pobres, hasta que ambos cumplieron con sus años de servicio y decidieron llegar a viejos en la capital.

Cuando Norma llegó a su casa, el oficio y el hábito de vivir rodeada de gente joven se despertaron de inmediato en la vieja profesora.

“La señora Julia era mi mamita. Me enseñó a leer y escribir y a sumar y a restar. Y era una santa, nunca me dijo una mala palabra, nunca me dijo que había hecho algo mal, me enseñaba como se hacía, después me dejaba que aprendiera solita.”

Norma se quedó trabajando con una de sus hijas más por cariño a su patrona que por necesidad después que Julia murió. El sueldo modesto jamás lo había tocado porque Julia le compraba todo lo que necesitaba. Un día se casó, tuvo hijos y sacó todos sus ahorros. Compró una casa y un día puso un almacén. Le fue bien y luego puso una botillería.
“Cuando no entiendo algo o tengo algún problema, siempre le pregunto a doña Julita, le pido favores cuando hay alguna complicación con la familia. Nunca me ha fallado. Hasta el día de hoy nunca he dejado de ir a verla al cementerio para su cumpleaños y el primero de noviembre.”

9. 21 de septiembre, 1996: antiguo recorrido 328 en la Villa La Reina, la micro está llena. Un hombre de pelo y rostro sebosos, barba de tres a cuatro días y ropa dominguera manchada de grasa y vino tinto va abrazado del fierro junto a la segunda puerta. La micro se vacía, pero no se sienta. Sostiene en una mano una rosa roja envuelta en papel celofán.

8. P. trabajó varios años en programas de rehabilitación para alcohólicos y pastabaseros. Nos contó una vez acerca de un chico de 15 años que fumaba pasta y llevaba seis meses en el programa, limpio y afirmándose de a poco, ganando autoestima, empatizando con sus compañeros, confiando lentamente en sus terapeutas. Eso, hasta que llegó el 18.

“Todas las fiestas son una pesadilla en los programas de rehabilitación. Las peores caídas se producen para Fiestas Patrias. Los usuarios salen, a veces súper seguros de sí mismos, y es seguro que muchos no volverán. Hay algunos que recaen y vuelven después de un tiempo, a veces peor que la primera vez que llegaron.”

Le preguntamos por el chico del que nos habló al comienzo. “Tratamos de ubicarlo, alguno de sus compañeros lo encontró y le dijo que volviera. Luego desapareció del mapa. Después, con todo el trabajo que ya había en la casa de acogida no lo seguimos buscando. Se asumen esos casos como pérdidas.” Con los labios apretados y las cejas levantadas, su cara reflejó la mezcla del asco y la costumbre de contar a esos chicos como verduras echadas a perder.
“¿Pero nunca más supieron nada de él?”
“Como a los dos años de esto iba en el auto después del trabajo, tipo once de la noche. Creí verlo a media cuadra, pero se escondió detrás de un poste sin luz. Ni se me ocurrió parar, no se puede en ese barrio. Los pasteros se ven todos iguales, así puede que no haya sido él.”
“¿Cómo se veía?”
“Muy viejo.”

7. Domingo 25 de septiembre, 3:30 AM aproximadamente, 1994, una ciudad pequeña de regiones: M., 18 años, se desmayó en el estacionamiento de la disco. Sus amigos F., 20, y R., 21, intentaron reanimarla. Su amiga V., 19, luego de mirar en silencio unos momentos, les dijo que M. llevaba una semana en una dieta de pisco y jale.

Luego de despertarla un poco, a cachetadas, la llevaron al departamento de R. para darle café. “Estoy bien, déjenme dormir”, les dijo babeando. La zamarrearon e hicieron bailar. A las 8:00 de la mañana comenzó a reaccionar. “Hueón conchetumadre, no vayan a cachar mis viejos.” “No te preocupes” dijo R. “Pero no pueden cachar nada. ¿Mi bolso dónde está? Necesito una rayita.” “Te boté la hueá”, dijo F. mientras le entregaba el bolso. M. se puso furiosa. “¡Pero conchetumadre, tenía cuatro gramos! ¡Cuatro gramos de mote!” “Te los boté no más. Ahora te voy a llevar a andar en moto al cerro para que transpires la hueaíta.” “V., hueona, quiero mote, o un copete por último, ayúdame, no seai maraca.”

“Ni cagando chica.”

F. tuvo a M. corriendo todo el día. R. compró un enorme bidón de agua para hidratarla y V. llamó a la familia de M. para decirles que se había quedado en su casa, enferma del estómago. Para sorpresa de los cuatro, tanto el tratamiento como la mentira funcionaron sin problemas.

Ninguno de ellos tuvo que enfrentar ni padres ni la urgencia de la clínica local. Hasta donde sé, las tres personas que todavía pueden contar esta historia en primera persona dejaron de ser amigos hace mucho tiempo.

6. 21 de septiembre, año 2007. Un matrimonio joven pasea a metros de un anciano borracho, abrazado a uno de los cientos de postes embanderados en una calle desierta de balneario. Los tres parecen ser las únicas personas en todo el pueblo. El viejo está peleando solo. Discute sobre el pago mal repartido de un trabajo y acusa a su colega de ladrón, hipócrita y sinvergüenza varias veces. De un segundo a otro, el colega imaginario pasa a ser el marido en la vereda contraria. Le ofrece pelea batiendo un puño en el aire.

“Acércate, poco hombre, me robaste, me mentiste. Deja de esconderte detrás de tu hermana, pasas escondiéndote detrás de las mujeres. Traidor. Vendido, te vendiste, me robaste mi plata y después te vendiste por vino, vendido,” tomó aire y acusó más fuerte aún, “¡Y VOTASTE POR IBÁÑEZ!”

55 años más tarde, el borracho miró al suelo y trató de agacharse para tomar su caja de tinto.

5. Esta noticia se repite cada septiembre en todos los diarios de Chile. La primera vez que la leí fue en 1981 en El Mercurio de Antofagasta y decía más o menos así:

“Un hombre de 54 años de edad, identificado con las iniciales J.M.R.C. falleció anoche en las inmediaciones de las ramadas ubicadas junto al Estadio Regional, presumiblemente producto de una caída desde un terraplén de aproximadamente tres metros de altura.”
“Según testigos, el individuo se encontraba en manifiesto estado de ebriedad desde hacía varias horas, habiendo de hecho permanecido dormido en la entrada de la Ramada Oficial La ___ durante la mayor parte de la noche. El Teniente Primero de Carabineros, A.T.H., descartó la intervención de terceros en el deceso del afectado.”

4. Dos jubiladas se preparan para la Navidad. “No puse la guirnalda en la puerta este año. No va a venir nadie.”

3. M. sufría una enfermedad degenerativa. Pasó más de la mitad de su vida postrado y encogiéndose. Vivía en una casa enorme con una persona que se encargaba de alimentarlo, bañarlo, vestirlo, de toda la vida que M. no podía hacer. Un primo en segundo grado lo iba a ver a menudo. Un día se fue a vivir lejos. Cada vez que su primo volvía a la ciudad y lo visitaba, M. era muy feliz. Durante el tiempo que pasaría hasta la próxima visita, M. se sabría amado.

2. Invierno del 2003, una farmacia en Providencia, hora de almuerzo. Dos cajas atendiendo. Tengo el número 28, van en el 20, juego con mi bufanda, impaciente. Una señora de edad monopoliza una de las cajas desde hace rato. La otra avanza cuatro números. La señora empieza a despedirse del cajero. Demora un número más. Se va. Llaman al 26 y al 27, que ya se fue, seguramente tan molesto como estoy yo con el cajero que hablaba con la señora. Lo reto por permitir que lo haya monopolizado tanto rato. Se disculpa. Dice lo que no dije, que mi tiempo es importante y él lo comprende, pero que “ésta es la hora en que sale esta señora, porque no hace tanto frío. Además, ella es sola, cuando sale aprovecha de conversar con uno porque después vuelve a su casa y no sale hasta el otro día. De todas formas, discúlpeme de nuevo. ¿Va a llevar algo más? Tenemos caramelos de menta-eucaliptus a $590.”

1. Mi vecina es madre soltera. Su hijo de ocho años tiene autismo leve. Ella vende ropa, comida, menaje, pinta casas, pone cerámicos, reparte lo que venga para mantenerlo. Lleva al niño a una escuela especial todas las mañanas y cumple fielmente con las horas que el Ministerio de Salud le da para ver sus progresos y sugerirle como ir mejorando su formación. Su mamá le ayuda cuidándolo, cocinando, comprando insumos para el último negocio que esté haciendo.

Hace cuatro meses empezó a sentir mucho dolor, deseó que le llegara pronto la menopausia y siguió trabajando. El dolor aumentó con los días. Le dieron espasmos intensos y se doblaba de dolor en la calle. Tenía que ir a comprar cosas para el cumpleaños de P. pero no pudo. Volvió al departamento pálida. Estaba empezando a sangrar. Decidió ir al hospital.

“No,” le dijo su mamá. “Te vas a morir esperando. Anda a la Católica.” Sacó todo lo que el cajero más cercano le dio y se lo entregó.

Mi vecina llegó afirmándose de los muros. La pusieron en una camilla. La examinaron. Le dijeron que estaba en labor de parto. Contestó que estaban locos, que ella no había tenido sexo en años. Cuando iba a exigir que la dejaran irse de ahí el dolor, contracciones a estas alturas, a cada minuto, la dejó casi desmayada. “Usted está en labor de parto” le repitió un especialista mientras tanteaba con su mano dentro de ella. “Aquí está la cabeza”. Le hicieron todo tipo de preguntas respecto a su embarazo mientras la preparaban. Le preguntaron por el padre, por algún familiar. Le dijeron que respirara como parturienta. El dolor ya no le daba espacio ni para llorar. “Me volví loca”, pensó. “A lo mejor es cierto y estoy embarazada y no me acuerdo”. “Mi hijo por la chucha, no me puedo morir ahora, le dije que le iba a comprar las cosas para su cumpleaños”. Gritó fuerte, pidió una segunda opinión. Llegó un doctor que estaba por terminar su turno. La envió a otra sala de operaciones. Le pidieron un teléfono para contactar a su mamá. Le dieron formularios para firmar. La anestesiaron.

El tumor pesaba dos kilos. Estaba casi desprendido de las paredes del útero. Le sacaron ambos. Volvió a tiempo para el cumpleaños de su hijo, en un taxi, porque agregar la ambulancia a la cuenta era mucha plata. Tres días después del alta estaba trabajando.

Nos terminó de contar todo esto en el ascensor, sujetándose la cicatriz con el brazo cuando llegamos a nuestro piso.

Mi esposa y yo traíamos montones de cajas de cartón para embalar nuestras cosas y cambiarnos de casa. Cuando le contamos, hizo un puchero y contuvo el llanto. “Los voy a extrañar vecinos”. La víspera de Navidad nos dejó en la puerta un regalo, una de las artesanías que había hecho con un fondo que le dio el Fosis. Con el regalo venía una carta, y en la carta nos agradecía por ser tan buenos amigos. “Pero si no hemos hecho nada por ella” dijimos ambos, casi a coro.

Horas después, mientras llenábamos las cajas y las etiquetábamos, pensé que en realidad sí, conversábamos con ella cada vez que nos veíamos en el pasillo.

“Acerca de la vecina,” dijo mi esposa sin levantar la vista, “nunca la he visto conversando con nadie en el pasillo.”

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Descuento de Navidad 3

Gonzalo se puso la camisa. Su novia le sonrió cuando él salió a mostrársela.

-Te ves muy mino, minísimo, mi amor.

Fue de vuelta al probador. En los altoparlantes de la tienda sonaba una playlist de clásicos navideños en bossa nova y se puso a tararear mientras se miraba satisfecho en el espejo.

Mientras pasaban toda la ropa por caja, el vendedor vio algo raro en la etiqueta de lavado. En letra imprenta se leía en carácteres muy pequeñitos, escritos con plumón negro

hello freind
my namme is ling
i have 10 year old

El vendedor pensó que la camisa podría haber sido usada y no dijo nada a Gonzalo y a su novia, que pedía papel de regalo mientras le decía que debía hacerse el sorprendido cuando lo abriera frente a sus familiares. El vendedor dobló y guardó la camisa con el tipo de determinación que a todos nos hace sentir el cliente más importante del mundo. En un momento más, la camisa estaría en su bolsa y si querían hacer un reclamo o pedir devolución, sería a alguien más.

En los altoparlantes se oía All I want For Christmas Is You y la novia de Gonzalo le susurraba la letra estirando los labios como si hubiera sido un puchero. Mientras tanto, a más de 20 mil kilómetros de la tienda, Ling iba entrando al galpón de costura detrás de su mamá, con el plumón escondido en su ropita y preguntándose en cuántas etiquetas podría dejar mensajes hoy.

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Descuento de Navidad 2

Es primero de diciembre y Tania, hija única y nieta única, ya tiene 10 años. Todavía sus padres y abuelos no le han dicho que no hay Viejo Pascuero y se les hace urgente que lo sepa. Su papá, mamá y abuelo paterno piensan que es porque la cantidad de regalos se hace más insostenible cada año que pasa y sus abuelas y abuelo materno creen que Tania corre el serio peligro de enterarse por alguna fuente cruel que tal vez la traumatice de por vida. Luego de varias rondas de consultas entre todos, en vivo y por mensajes de texto, deciden que lo mejor es que lo sepa por sus padres.

-Ya sabía.- les dice – Hace como tres años.

-Pero por…

Tania les sonríe con dulzura. Tiene que darles una explicación.

-Es que se veían tan, pero tan tiernos, que me daba pena contarles.- Los mira con los ojos bien abiertos para sus abuelas y mueve su pelo largo ladeando la cabeza para su papá y abuelos. A su mamá le da su cara más beatífica para convencerla, mientras saca la cuenta de que ya no recibirá tantos regalos como antes. Tendrá que arreglárselas para que ahora sean más caros.

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Descuento de Navidad 1

Ya es absurdo vestir a un hombre en diciembre con un traje rojo de terciopelo y hacerle llevar una barba tupida y picosa en el Hemisferio Sur. Agrégale una cuota de ridiculez si además está en una ciudad aplanada entre el desierto y la costa y la mitad de los niños y niñas que se le sientan en una pierna para pedirle regalos vienen con la ropa sudada y la otra mitad de las niñas y niños que se le sientan en la otra le dejan la el traje rojo blanco de sal porque vienen saliendo del mar.

Y es también cruel cuando ese hombre no ha encontrado trabajo estable en tres años y depende de lo que pague la temporada navideña para sobrevivir hasta marzo antes de volver a la cuerda floja, sonriendo, hora sobre hora sentado en un sillón demasiado mullido que tarde o temprano le clavará un lumbago, pendiente de lograr sutilmente a cambio de una comisión ínfima -porque los dueños de la tienda aborrecen la publicidad directa por vulgar- que los padres de los niños compren los juguetes en las estanterías, pendiente también de las miradas de terror que le lanzan los padres cada vez que el juguete deseado les parece demasiado caro. Y sobre todo siendo paciente, muy paciente.

Pero hoy la paciencia se le va a hacer poca. Las elfas que tiene de ayudantes este año no hacen mucho aparte de pararse con las manos en la espalda y sonreír a los papás que se les acercan para ver cuan corta es exactamente la minifalda y cuanto más se podrá mirar por el escote. Los niños se le tiran encima y él tiene que organizarlos, pedirles que respeten sus turnos, oír la lista de los regalos que quieren recibir, indicarles el buzón a los que le traen una carta, consolar y pasar en brazos al que infaltablemente se pone a llorar, aguantar a los malcriados que le dejan moretones en las canillas.

Víctor es uno de los malcriados. Se le acerca por detrás del sillón y se lo patea, entra y sale de la fila mientras su papá se saca selfies con las elfas y su mamá trata de limpiarle los mocos a su hermanito de meses que llora en el coche. Víctor grita, pero sobre todo se le pone en el oído y le susurra.

-Tú no eres el Viejo Pascuero. El Viejo Pascuero es blanco y tú pareces cochayuyo. El Viejo Pascuero no tiene olor a mortadela y tú sí. El Viejo Pascuero…

Finge no hacerle caso. Los malcriados se aburren rápido y pierden todo el interés en lo que están haciendo si no logran irritar a alguien.

Ahora le toca el turno a Víctor, que de antipático ha logrado que los niños más cercanos estén a más de dos metros. Se sube a sus piernas pellizcándole con rabia.

-Si tú fueras el verdadero Viejo Pascuero…

-Mira cabro de mierda, -le susurra suavemente y sonriendo- tienes razón. No soy el Viejo Pascuero, no existe el Viejo Pascuero, pero lo que sí hay son viejos malos y yo soy un viejo malo. Si me sigues molestando, te voy a ir a dejar a tu casa a patadas en la raja, ¿sabes cómo sé donde queda tu casa? Pusiste tu dirección en la carta que echaste en el buzón para el sorteo de la tienda, así que ni pienses en acusarme, porque te voy a ir a pegar patadas en la raja en tu cama. ¿Estamos claros? ¿Sí? Muy bien campeón, ándate no más

Luego de asentir con los ojos muy abiertos, Víctor se baja de sus rodillas cabizbajo y camina donde su papá que revisa las selfies con las elfas y su mamá espera nerviosa para ir a comprarse ropa ahora que la guagua se quedó dormida.

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Servicio de Utilidad Pública – Nuevos relatos – Todos los relatos

22. En una actividad en clases, una estudiante contó que en el supermercado donde trabaja de empaque, una señora muy humilde da propinas en galletas que hace ella.
-Abre la cartera, adentro tiene una bolsa de cartón con las galletas, saca una con una servilleta y te la da.
-No les conviene mucho entonces la propina – intervino un compañero.
– ¡Na’ que ver! Todos nos peleamos por atenderla, es muy linda.

21. “Hueona, mi mamá que es fome. La invitamos a un restorán pal día de la madre ayer y como a la hora estaba con cara de amargada. Igual se rió harto con una mina que hacía estandap, así como a lo Natalia Valdebenito, pero al final andaba toda nerviosa e insoportable. Llegamos a la casa y altiro se puso a planchar y a hacer cosas y yo hueona estudiando pa la solemne y ella pasando la aspiradora hasta las 11 de la noche.”

20. Una puerta con letrero “SOLO PERSONAL AUTORIZADO” entreabierta en una tienda por departamentos. Se ve una mesa con una bolsa de tachuelas de alarmas para la ropa y un archivador de tapa dura acostado. Entre los dos hay una rosa roja envuelta en papel celofán con una cinta blanca y un corazón de cartulina con letra infantil. Se alcanza a leer “FELIZ D …”

19. Entre la segunda mitad de los años 70 y el año 2000, mi mamá fue casi todos los años a la Fiesta de la Tirana, muchas veces a pagar una manda, todas ellas para comprar chalecos y calcetines de alpaca, pululos, melcochas y el cuantuhay que a mi papá o al que le hubiese tocado llevarla y escoltarla le tocaría embutir delicadamente en el auto.
Parte vital de esas compras consistía en conversar con los vendedores, preguntarles cómo estaban, de dónde venían y escuchar lo que ellos quisieran contar de sí mismos.
“Seis hijos tengo pues, y vendiendo estas cositas les puedo comprar sus materiales para la escuela y otras cositas más.”
“¿Y de qué parte de Bolivia es usted?”
“Pues yo vengo de Cochabamba.”
“¡Ah! ¿Se vino en bus, en qué se vino?”
“No pues, en bus no,” dijo riendo, “he caminado casi todo el camino y me han traído en camión también.”
“¡¿Se vino caminando?! ¿Y no le da miedo que le hagan algo, que un hombre …?”
“…No, eso no, una tumbadita más, una tumbadita menos, ¡qué más da! Pero que me roben la mercadería, eso sí que me da mucho miedo señora.”

18. Cuando sus hijos tenían entre 13 y 18 años, descubrió que su marido tenía una querida. Tenía una mantenida. Tenía otra. Amante no. Le daba asco lo que se imaginaba con la palabra.
También entendió que la mayoría de su círculo social sabía. Dejó de hablarles de inmediato.
-No fue por la traición, imagínate, si me traicionó mi propio marido, qué me iba a importar que me traicionaran esas tales por cuales. Lo que me dio rabia es como se deben haber reído de mí, la hueona gorreá deben haberse dicho entre ellas -vació el vaso y me lo acercó-. Sírveme otra piscola Chico por favor. Pero más cargada, ésta no estaba ni para curar a una monja.
Cambió la voz. Le salían las vocales por detrás de los dientes, sin aliento casi, y sus consonantes en ese tiempo, recordé mientras le llenaba el vaso, sonaban como taladros, transformadores y motores de combustión.
-Me sentía sucia, como la mopa para limpiar el pichí de los perros. No lloré. Nunca. Si lloraba los niños iban a saber.
Pero vieron lo suficiente como para entender que su mamá estaba mal. Y su papá llegaba más temprano a la casa, siempre tanteando el camino, como si tuviera miedo de algo. Sin hablarlo entre ellos, decidieron no averiguar. La ley del silencio no alcanzó para que evitaran insultarse y pelear a cada oportunidad.
-Me quería morir. Los niños se odiaban. Me odiaban a mí, odiaban a su papá. Me estaba ahogando. Hablé con el párroco, lo único que me dijo era que no podía separarme, que por el bien de mi familia no volviera a pensar en eso. Estaba sola.
– ¿Ahí fue que se empezó a enfermar?
-Ahí fue que me dio el cáncer, sí. Y fue cuando los dos mayores se enteraron por otro lado y le contaron a las niñas. Entraron los cuatro a mi pieza una tarde y me exigieron que les contara todo. Les pedí que no castigaran a su papá, que esas cosas las arreglaríamos entre nosotros, pero tú viste como se pusieron con él después. Entre los dos no habíamos cruzado más de diez palabras por día desde hace un año. Nada como una biopsia para romper el hielo. Me pidió perdón, yo le dije que si lo perdonaba sería cuando yo pudiera y quisiera hacerlo. Le dije también que no esperara que yo me fuera a ablandar con él por estar enferma. Lo agarré a cachetadas. Le grité. Aguantó todo. Más le valía al huevón. Se portó bien. Se asustó. Me dijo que había dejado a la yegua, justo antes de que yo fuera al médico- se calló un rato-. Me dieron el alta al año y medio. Tú te acuerdas, yo creo. Él y yo todavía no estábamos bien, eso se demora mucho tiempo, pero hablábamos, y yo hablaba con los niños de todo esto. Supongo que por eso nunca me volví a enfermar.- Se tomó el resto del trago y me miró fijo- El silencio te mata Chico, acuérdate siempre de eso. Ahora pásame tu vaso, yo sirvo las piscolas, son demasiado fifí las tuyas.

17. Mi estudiante top:
“Imagine profe, soy mujer, morena y en silla de ruedas. Si también fuera sumisa, entonces también sería hueona.”

16. Relato de una enfermera:
-Fue como el 2007, creo. Me tocó una práctica en el Exequiel. El primer día, cuando nos mostraron las instalaciones, pasamos por una sala común donde había una niña de 13 años con anorexia, encerrada en una especie de cubo de vidrio.
– ¿Para asegurarse de que comiera?
-Exacto. Con la taza del baño ahí mismo, para que no vomitara, o para pacientes con bulimia que internaran ahí en otro momento. Weón, una niña de 13 años, sin privacidad de ningún tipo.
-Como un bicho de laboratorio.
-Como un bicho de laboratorio.

15. Antofagasta, años ’80. El cuerpo de la Peluquera apareció en la orilla del mar junto a unos roqueríos en la zona norte de la ciudad. Sacos de rumores se apilaron a su alrededor en versiones cruzadas que se entremezclaban y contradecían en las fechas y los nombres y los lugares de su historia, que de noche era prostituta y estaba chantajeando a un general o coronel de uno de los regimientos locales; que el coronel era CNI; que quedó embarazada de un prócer local y él se negó a reconocer la guagua; que la esposa del prócer, aterrada porque él la iba a dejar por la Peluquera, le obligó a deshacerse de ella; que le guardaba coca a unos narcos y la sorprendieron pateándola con aspirina para hacerse su propio negocio; que uno de los narcos era el prócer local y ella había amenazado con denunciarlo; que después de la peluquería trabajaba en un topless y la noche de su muerte un cliente la había sacado del local; que sabía algo importante de los milicos que se le había salido a un CNI ebrio, o en un acceso de sinceridad poscoital, o ambas cosas; que no era CNI, era tira no más y él era quien la sacó del topless; que un amante celoso la mató después que el tira la dejó en su casa esa noche, y así, hasta que la desaparecieron entre tanto cuento y renació en una animita enorme, con ventana y espacio suficiente para sentarse, suelo de cemento y paredes cubiertas con baldosas que a su vez se cubrieron con plaquitas agradeciendo los favores concedidos, con las olas rompiendo siempre a su espalda, el viento salado agitando las flores de papel, plásticas y vegetales y haciendo tiritar las decenas de velas constantemente encendidas por años hasta que una noche un temporal se la llevó casi entera al mar y quedó apenas parte del suelo de cemento.

El culto se apagó por un tiempo, pero volvió. La animita está enorme, hay bancas y mesas y está lleno de placas como esta: “Gracias Juanita por alejar a mi yerno de mi hija.”

14. Clara hace animalitos y flores y gotas de agua de colores en crin de caballo de Rari. La conocí afuera del metro Cumming y la he visto muchas veces detrás de la Catedral, junto a un quiosco en calle Bandera. Nunca me recuerda pero se da cuenta que ya le he comprado antes. A veces cuenta un poco de ella misma, pero no de su familia. Hace aseo, cocina y lava la ropa después que cierra el metro a las 11 de la noche. A veces se queda dormida con la escoba o con una sábana entre las manos.

“Yo no más hago las cosas de la casa, los otros… Yo hago las cosas de la casa.”

13. “Cuesta demasiado encontrar buena ropa outdoor para mujer, ni hablar de trekking.” Era ya la cuarta tienda que recorrían.
En la sexta estaba mosqueada. “Creen que outdoor para mina significa jeans apretados y zapatillas color flúor pero sin brillitos, como si eso protegiera de un esguince si una se resbala. Estamos casi igual que las minas en corsé, desmallándose, ahogadas por las barbas después de dar la vuelta a la plaza.

12. “Después que perdí esa guagua el año ’85 no paraba de dar leche. Me corría y corría y andaba con las pechugas correosas y llenas de globos. Me dolía que no te explico.
Cuando salí de la micro cesárea compartí pieza en la clínica con una mamá que había tenido un prematuro de tan pocas semanas que habían pasado varios días y a ella no le bajaba la leche no más.

Le ofrecí la mía al gine que la atendía. Aprovechó la oferta y me llevaron en silla de ruedas a la sala de los prematuros, me pusieron al niño en una pechuga y después en la otra hasta que se cansó. Era un alivio enorme, pero como era muy chiquitito no sabía mamar o no mamaba tanto. Podría haber preguntado si había otros para que me sacaran más todavía.

Fue por dar leche esos tres días tres veces al día que me siguió saliendo, si no, se me habría cortado. Estuve dos meses así, probando de todo, al borde de la mastitis, regalando leche como remedio para las úlceras, el acné y un cuantohay, hasta que una vieja en Taltal me dijo que me fajara las pechugas en cruz, apretándolas lo más posible, y que me diera baños en el mar, entrando y saliendo del agua a cada rato hasta que dejara de salirme.

Me amarré dos pañales gigantes de tela, les di un par de vueltas para que quedaran bien apretados y con el nudo justo en el hueco entre las pechugas. Me hundí hasta el cuello y sentí como se me apretaban inmediatamente. No me dolió porque el agua estaba más helada que la cresta.

Lo repetí varias veces hasta quedar morada de frío. Esa noche ya me salía menos. Lo volví a hacer por dos días más. Al tercer día se me había cortado completamente la leche.”

11. La primera burrada que dijo el estudiante me pilló de sorpresa. Fracasé al explicarle la ferocidad de la discriminación hacia las mujeres en Chile porque me respondió con un cliché idiota del tipo “a nosotros también nos discriminan por ser hombres”. Recordé un video feminista que me habían enviado un año antes de ese momento. “Sois bienvenidos a nuestra lucha chavales, pero sois nuestros colaboradores nada más y debéis dejarnos a nosotras dar las peleas importantes.”

-Tal vez alguna de tus compañeras podría tener la gentileza de contarte a qué edad le dijeron una cochinada o le dieron un agarrón por primera vez, sin detalles, o con detalles si ellas quieren.

Varias de ellas giraron hacia él para mirarlo fijo.

-13 años.
-12.
-Yo 14.
-A mí a los 16 un gallo como de 30 me arrinconó en el metro y me metió la mano abajo del jumper, pero un matrimonio de edad le empezó a gritar y me arranqué.
-En segundo medio a mí y a mi amiga nos silbó un tipo en una esquina y tenía los pantalones abajo.
-A mí me empezaron a decir cosas a los 10 porque me desarrollé muy niña.
Hubo unos segundos de silencio. Ahora las estudiantes me miraban fijo a mí. Me exigían que hablara por última vez
-¿Te ha pasado algo parecido?
-No profesor, nunca.
-Lo imaginaba- dijo la última estudiante en contar su historia.

10. En los años ’60, Norma llegó a Santiago desde el campo a trabajar donde una familia burguesa, de buen pasar, con el trato de que recibiría alojamiento, comida, educación y un sueldo modesto. Estaba por cumplir catorce años.

La dueña de casa era una señora jubilada que había llegado también del campo más de medio siglo antes, pero en circunstancias muy diferentes. Su padre sabía que con su sueldo de administrador de fundo sus hijas no eran un buen partido y las envió a todas a estudiar en el internado de Isabel Le Brun en Santiago, para que fueran profesoras y tuvieran como sobrevivir por sí solas y algún ingreso que ofrecer en caso de tener pretendientes. Ya titulada, conoció a otro profesor y juntos hicieron clases y criaron a sus hijos en una provincia del desierto. Llegó a dirigir un liceo de hombres y amadrinó una compañía de bomberos y la liga local de estudiantes pobres, hasta que ambos cumplieron con sus años de servicio y decidieron llegar a viejos en la capital.

Cuando Norma llegó a su casa, el oficio y el hábito de vivir rodeada de gente joven se despertaron de inmediato en la vieja profesora.

“La señora Julia era mi mamita. Me enseñó a leer y escribir y a sumar y a restar. Y era una santa, nunca me dijo una mala palabra, nunca me dijo que había hecho algo mal, me enseñaba como se hacía, después me dejaba que aprendiera solita.”

Norma se quedó trabajando con una de sus hijas más por cariño a su patrona que por necesidad después que Julia murió. El sueldo modesto jamás lo había tocado porque Julia le compraba todo lo que necesitaba. Un día se casó, tuvo hijos y sacó todos sus ahorros. Compró una casa y un día puso un almacén. Le fue bien y luego puso una botillería.
“Cuando no entiendo algo o tengo algún problema, siempre le pregunto a doña Julita, le pido favores cuando hay alguna complicación con la familia. Nunca me ha fallado. Hasta el día de hoy nunca he dejado de ir a verla al cementerio para su cumpleaños y el primero de noviembre.”

9. 21 de septiembre, 1996: antiguo recorrido 328 en la Villa La Reina, la micro está llena. Un hombre de pelo y rostro sebosos, barba de tres a cuatro días y ropa dominguera manchada de grasa y vino tinto va abrazado del fierro junto a la segunda puerta. La micro se vacía, pero no se sienta. Sostiene en una mano una rosa roja envuelta en papel celofán.

8. P. trabajó varios años en programas de rehabilitación para alcohólicos y pastabaseros. Nos contó una vez acerca de un chico de 15 años que fumaba pasta y llevaba seis meses en el programa, limpio y afirmándose de a poco, ganando autoestima, empatizando con sus compañeros, confiando lentamente en sus terapeutas. Eso, hasta que llegó el 18.

“Todas las fiestas son una pesadilla en los programas de rehabilitación. Las peores caídas se producen para Fiestas Patrias. Los usuarios salen, a veces súper seguros de sí mismos, y es seguro que muchos no volverán. Hay algunos que recaen y vuelven después de un tiempo, a veces peor que la primera vez que llegaron.”

Le preguntamos por el chico del que nos habló al comienzo. “Tratamos de ubicarlo, alguno de sus compañeros lo encontró y le dijo que volviera. Luego desapareció del mapa. Después, con todo el trabajo que ya había en la casa de acogida no lo seguimos buscando. Se asumen esos casos como pérdidas.” Con los labios apretados y las cejas levantadas, su cara reflejó la mezcla del asco y la costumbre de contar a esos chicos como verduras echadas a perder.
“¿Pero nunca más supieron nada de él?”
“Como a los dos años de esto iba en el auto después del trabajo, tipo once de la noche. Creí verlo a media cuadra, pero se escondió detrás de un poste sin luz. Ni se me ocurrió parar, no se puede en ese barrio. Los pasteros se ven todos iguales, así puede que no haya sido él.”
“¿Cómo se veía?”
“Muy viejo.”

7. Domingo 25 de septiembre, 3:30 AM aproximadamente, 1994, una ciudad pequeña de regiones: M., 18 años, se desmayó en el estacionamiento de la disco. Sus amigos F., 20, y R., 21, intentaron reanimarla. Su amiga V., 19, luego de mirar en silencio unos momentos, les dijo que M. llevaba una semana en una dieta de pisco y jale.

Luego de despertarla un poco, a cachetadas, la llevaron al departamento de R. para darle café. “Estoy bien, déjenme dormir”, les dijo babeando. La zamarrearon e hicieron bailar. A las 8:00 de la mañana comenzó a reaccionar. “Hueón conchetumadre, no vayan a cachar mis viejos.” “No te preocupes” dijo R. “Pero no pueden cachar nada. ¿Mi bolso dónde está? Necesito una rayita.” “Te boté la hueá”, dijo F. mientras le entregaba el bolso. M. se puso furiosa. “¡Pero conchetumadre, tenía cuatro gramos! ¡Cuatro gramos de mote!” “Te los boté no más. Ahora te voy a llevar a andar en moto al cerro para que transpires la hueaíta.” “V., hueona, quiero mote, o un copete por último, ayúdame, no seai maraca.”

“Ni cagando chica.”

F. tuvo a M. corriendo todo el día. R. compró un enorme bidón de agua para hidratarla y V. llamó a la familia de M. para decirles que se había quedado en su casa, enferma del estómago. Para sorpresa de los cuatro, tanto el tratamiento como la mentira funcionaron sin problemas.

Ninguno de ellos tuvo que enfrentar ni padres ni la urgencia de la clínica local. Hasta donde sé, las tres personas que todavía pueden contar esta historia en primera persona dejaron de ser amigos hace mucho tiempo.

6. 21 de septiembre, año 2007. Un matrimonio joven pasea a metros de un anciano borracho, abrazado a uno de los cientos de postes embanderados en una calle desierta de balneario. Los tres parecen ser las únicas personas en todo el pueblo. El viejo está peleando solo. Discute sobre el pago mal repartido de un trabajo y acusa a su colega de ladrón, hipócrita y sinvergüenza varias veces. De un segundo a otro, el colega imaginario pasa a ser el marido en la vereda contraria. Le ofrece pelea batiendo un puño en el aire.

“Acércate, poco hombre, me robaste, me mentiste. Deja de esconderte detrás de tu hermana, pasas escondiéndote detrás de las mujeres. Traidor. Vendido, te vendiste, me robaste mi plata y después te vendiste por vino, vendido,” tomó aire y acusó más fuerte aún, “¡Y VOTASTE POR IBÁÑEZ!”

55 años más tarde, el borracho miró al suelo y trató de agacharse para tomar su caja de tinto.

5. Esta noticia se repite cada septiembre en todos los diarios de Chile. La primera vez que la leí fue en 1981 en El Mercurio de Antofagasta y decía más o menos así:

“Un hombre de 54 años de edad, identificado con las iniciales J.M.R.C. falleció anoche en las inmediaciones de las ramadas ubicadas junto al Estadio Regional, presumiblemente producto de una caída desde un terraplén de aproximadamente tres metros de altura.”
“Según testigos, el individuo se encontraba en manifiesto estado de ebriedad desde hacía varias horas, habiendo de hecho permanecido dormido en la entrada de la Ramada Oficial La ___ durante la mayor parte de la noche. El Teniente Primero de Carabineros, A.T.H., descartó la intervención de terceros en el deceso del afectado.”

4. Dos jubiladas se preparan para la Navidad. “No puse la guirnalda en la puerta este año. No va a venir nadie.”

3. M. sufría una enfermedad degenerativa. Pasó más de la mitad de su vida postrado y encogiéndose. Vivía en una casa enorme con una persona que se encargaba de alimentarlo, bañarlo, vestirlo, de toda la vida que M. no podía hacer. Un primo en segundo grado lo iba a ver a menudo. Un día se fue a vivir lejos. Cada vez que su primo volvía a la ciudad y lo visitaba, M. era muy feliz. Durante el tiempo que pasaría hasta la próxima visita, M. se sabría amado.

2. Invierno del 2003, una farmacia en Providencia, hora de almuerzo. Dos cajas atendiendo. Tengo el número 28, van en el 20, juego con mi bufanda, impaciente. Una señora de edad monopoliza una de las cajas desde hace rato. La otra avanza cuatro números. La señora empieza a despedirse del cajero. Demora un número más. Se va. Llaman al 26 y al 27, que ya se fue, seguramente tan molesto como estoy yo con el cajero que hablaba con la señora. Lo reto por permitir que lo haya monopolizado tanto rato. Se disculpa. Dice lo que no dije, que mi tiempo es importante y él lo comprende, pero que “ésta es la hora en que sale esta señora, porque no hace tanto frío. Además, ella es sola, cuando sale aprovecha de conversar con uno porque después vuelve a su casa y no sale hasta el otro día. De todas formas, discúlpeme de nuevo. ¿Va a llevar algo más? Tenemos caramelos de menta-eucaliptus a $590.”

1. Mi vecina es madre soltera. Su hijo de ocho años tiene autismo leve. Ella vende ropa, comida, menaje, pinta casas, pone cerámicos, reparte lo que venga para mantenerlo. Lleva al niño a una escuela especial todas las mañanas y cumple fielmente con las horas que el Ministerio de Salud le da para ver sus progresos y sugerirle como ir mejorando su formación. Su mamá le ayuda cuidándolo, cocinando, comprando insumos para el último negocio que esté haciendo.

Hace cuatro meses empezó a sentir mucho dolor, deseó que le llegara pronto la menopausia y siguió trabajando. El dolor aumentó con los días. Le dieron espasmos intensos y se doblaba de dolor en la calle. Tenía que ir a comprar cosas para el cumpleaños de P. pero no pudo. Volvió al departamento pálida. Estaba empezando a sangrar. Decidió ir al hospital.

“No,” le dijo su mamá. “Te vas a morir esperando. Anda a la Católica.” Sacó todo lo que el cajero más cercano le dio y se lo entregó.

Mi vecina llegó afirmándose de los muros. La pusieron en una camilla. La examinaron. Le dijeron que estaba en labor de parto. Contestó que estaban locos, que ella no había tenido sexo en años. Cuando iba a exigir que la dejaran irse de ahí el dolor, contracciones a estas alturas, a cada minuto, la dejó casi desmayada. “Usted está en labor de parto” le repitió un especialista mientras tanteaba con su mano dentro de ella. “Aquí está la cabeza”. Le hicieron todo tipo de preguntas respecto a su embarazo mientras la preparaban. Le preguntaron por el padre, por algún familiar. Le dijeron que respirara como parturienta. El dolor ya no le daba espacio ni para llorar. “Me volví loca”, pensó. “A lo mejor es cierto y estoy embarazada y no me acuerdo”. “Mi hijo por la chucha, no me puedo morir ahora, le dije que le iba a comprar las cosas para su cumpleaños”. Gritó fuerte, pidió una segunda opinión. Llegó un doctor que estaba por terminar su turno. La envió a otra sala de operaciones. Le pidieron un teléfono para contactar a su mamá. Le dieron formularios para firmar. La anestesiaron.

El tumor pesaba dos kilos. Estaba casi desprendido de las paredes del útero. Le sacaron ambos. Volvió a tiempo para el cumpleaños de su hijo, en un taxi, porque agregar la ambulancia a la cuenta era mucha plata. Tres días después del alta estaba trabajando.

Nos terminó de contar todo esto en el ascensor, sujetándose la cicatriz con el brazo cuando llegamos a nuestro piso.

Mi esposa y yo traíamos montones de cajas de cartón para embalar nuestras cosas y cambiarnos de casa. Cuando le contamos, hizo un puchero y contuvo el llanto. “Los voy a extrañar vecinos”. La víspera de Navidad nos dejó en la puerta un regalo, una de las artesanías que había hecho con un fondo que le dio el Fosis. Con el regalo venía una carta, y en la carta nos agradecía por ser tan buenos amigos. “Pero si no hemos hecho nada por ella” dijimos ambos, casi a coro.

Horas después, mientras llenábamos las cajas y las etiquetábamos, pensé que en realidad sí, conversábamos con ella cada vez que nos veíamos en el pasillo.

“Acerca de la vecina,” dijo mi esposa sin levantar la vista, “nunca la he visto conversando con nadie en el pasillo.”

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La Primavera de las Cenizas 2: Radio Beethoven

A Elena Stephens, ciudadana ejemplar.

Hoy, 30 de noviembre de 2019, se apaga Radio Beethoven. En estos días en que todo prende, hay cosas más graves y urgentes de las que preocuparse, me digo, culposo por extrañar de antemano la compañía de sus transmisiones cuando muchas personas han perdido mucho más, pero me equivoco:

Ya está dicho en la prensa que la venta de la señal por parte de Copesa a un grupo evangélico es otra prueba de que los agentes de la cultura no pueden quedar sujetos a las leyes del mercado, principalmente porque éstas les imponen la rentabilidad como único, inmediato y monolítico deber. Para la Beethoven, toda consideración a su labor y aporte a la sociedad es posterior al color de sus números. ¿No es este mismo criterio, esta pasión dogmática por la rentabilidad y la valoración de las personas de acuerdo a su poder adquisitivo y productivo lo que agotó la paciencia del pueblo chileno desde el 18 de octubre?

Esa paciencia agotada ha crecido, alimentada por la sordera de las autoridades, y se ha endurecido a punta de golpes policiales. También ha tomado diferentes formas. Los cabildos imaginan el mejor país posible y montan los andamios de una constitución política que nos garantice ser sujetos de derecho en lugar de consumidores, atentos a que la clase política no les cierre las puertas del palacio para asegurarse de que ni se acerquen a la mesa.

Esa misma paciencia agotada le dio a alguien la idea de llamar a Plaza Baquedano Plaza de la Dignidad y, en uno de los ejercicios democráticos más obvios de nuestro siglo, le pusimos una etiqueta en Google Maps hasta que el algoritmo divino reconoció su nuevo nombre.

Otras formas representan tanto la memoria colectiva como el deseo de un futuro más justo. El Negro Matapacos ha pasado por centenas de encarnaciones estas semanas hasta llegar a la más chilena posible, la de patrono y animita de la rebelión de las calles, mientras que el colectivo feminista Lastesis creó, con Un Violador en tu Camino, una declaración de principios en forma de marcha y ronda, una denuncia telúrica contra el patriarcado de tal poder, que aparece en forma de terremoto por todo el mundo y que, apenas días después de viralizarse, pareciera haber estado en las calles desde tiempos inmemoriales.

La Beethoven se extingue justo en el momento en que su compañía y ejemplo de tenacidad y amor por el arte nos harán más falta. En medio de la tristeza que siento mientras escucho los últimos minutos de la Novena Sinfonía del tío Ludwig por última vez en su señal, elijo recordar como los maestros holandeses pintaban febrilmente sus gallineros en busca de la perfección mientras las guerras de Flandes destripaban a hombres, mujeres y niños; a Sassoon y Graves de franco discutiendo la métrica de sus poemas durante los peores bombardeos de la Primera Guerra hace cien años; a Hedy Lamarr llenando resmas y resmas para calcular un sistema de transmisión de radio seguro en la Segunda Guerra (inventando, de paso, el WiFi con que estás leyendo este artículo); a . ¿Para qué elijo esto? Si algo podemos aprender de los tiempos de cambio y conflicto, es que son momentos en que estamos obligados a seguir haciendo lo que queremos y sabemos hacer por los demás. Se trate de escribir, hacer comunidad, redactar nuevas leyes, buscar justicia, o, como nos enseñó la Beethoven, juntar y compartir belleza, esa hermana inseparable de la dignidad.

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La Primavera de las Cenizas 1 (echamos de menos saber que habría dicho Lemebel)

Te juro que esto pasó tal como te lo voy a contar, a apenas días del comienzo del Estallido, ahí cuando los noticieros y matinales llamaron a la juventú a demostrar que ser estudiante no era lo mismo que hacer vandalismo y en respuesta acudieron docenas de chiques de bien al rescate de la Zona Cero en su nobilísima cruzada de aseo y ornato.

Y contándote esto es que veo pasear nuevamente por la desacralizada Lastarria a la santa procesión del Team Tetcho (o Tetcho para Tchile, o Tetcho una Catcha, sepa une qué curita les habrá tocado en la parroquia ladrillo rojo strip-center cota mil a la que asisten), con las boquitas rosadas abiertas de estupefacción ante la tragedia del barrio símbolo de la gentrificación en Chile, todo rayado y cotchino y alfombrado en vidrio molido por esta gentecita menos afortunada que no entiende que así no se reclama, tan distinta la calle a la postal de Tripadvisor o a las selfies que la Loli subio al Insta con su heladito del Emporio, tan artística la prima. A la cabeza del team, un rucísimo Simba avanza a paso ceremonioso, con su espalda enhiesta y moviendo delicadamente su cuello Boticelli para balancear su melena ondulada como si hubiera sido las caderas de la Marilyn Monroe empotradas en un vestido de satín dorado. Le siguen cuatro leoncitas pelolisas, que sostienen apenas unos enormes escobillones nuevos más anchos que sus muñecas, cada una con un par de guantes de cuero amarillo, también nuevos, que se les caen de las manitos, a excepción de la última de la fila, que llevaba bajo un brazo un rollo de bolsas para escombros, más sus guantes, su escobillón y el escobillón de Simba, que pasa de largo a un conserje del barrio, afanado en aplicarle diluyente al EVADE más artístico del barrio, rayado en vertical con un fino trazo Art Noveau en aerosoles plata y fucsia intensos.

Simba se detiene y de sopetón se detienen las leoncitas detrás de su líder, le cae un mechón sobre la frente luminosa cuando gira para mirar hacia el buen hombre. Su rostro se ilumina al darse cuenta que ha encontrado aquí la oportunidad de llevar a cabo su misión purificadora del barrio ultrajado y se devuelve, pone su mano sobre el hombro del conserje como si el mismísimo Jesús de Zefirelli se hubiera salido de la tele como la niña de El Aro, le mira a los ojos y sonriendo le ofrece restregar él su guaipe en la gruesa columna del edificio para que no se canse.

El conserje se afirma los bifocales en la nariz, se limpia las manos en la cotona azul marino y le contempla de pies a cabeza, deteniendo la vista en la crucecita de madera que le baila sobre el pecho. Luego de agradecerle, le tararea en su más amable y socarrona versión de la misa criolla que no se preocupe, pero que pueden hacer otra cosa.

🎶 “En la esqui-na…

Han quemado una ban-ca…

Junto al team…

La puede ir a bus-car…” 🎶

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Cuento de libros 1

Las Mil Noches y Una Noche

Siempre he visto a Borges como uno de esos tíos que se la pasan contando historias y que detrás de sus historias dejan pistas y dentro de sus pistas dejan consejos.

Hace mucho que dejé de leer a Borges, pero no he dejado de seguir sus consejos. Pienso en Sherlock Holmes de cuando en cuando y duermo siesta cuando puedo. No he muerto aún, pero tambien le haré caso en ello un día. Por recomendación suya leí además a Wells y a Stevenson y aprendí que un talento con oficio escribe bien hasta cuando escribe pésimo. Ejemplo magistral, la novela En los días del cometa de Wells , tiesa y discursera, pero ágil e imaginativa y uno de sus mayores triunfos futuristas: (SPOILER) la cola de un cometa atraviesa la Tierra, saturando la atmósfera de un humo verde que trae paz, buena onda y amor libre justo antes de empezar una guerra y cometerse un crimen pasional. Exacto. Legalize it.

El otro consejo de Borges que seguí fue leer Las Mil Noches y Una Noche. En la biblioteca familiar estaba -y sigue estando, aunque sea otra mi familia- una edición exquisita de dos tomos gordos, en papel biblia y tapas rojas con letras de oro, que abrí una tarde a fines de marzo de 1987 y que no cerré hasta una noche a fines de septiembre ese mismo año.

1.280.000 palabras en 180 noches con sus días, 400 palabras en cada una de sus 3.200 páginas, 7.111,1 palabras por día. Tantas palabras, tantos números y tantas noches (1.181 entre las de Sheherezada y las mías) tuvieron consecuencias incluso antes de llegar a la mitad del primer tomo. Reprobé Matemáticas y mis privilegios de adolescente se vieron reducidos a una frugalidad monacal que me regaló muchas más horas para seguir leyendo, justo cuando la saga de la familia de Omar-Al-Nemán, en plena invasión de los rumíes o cruzados, se ponía más intrigante.

Entre la comedia y erotismo de Kamaralzamán y Budur, la aventura iniciática de La Ciudad de Bronce, el terror del quinto viaje de Simbad en las garras del Viejo del Mar y la tragedia de la caída del visir Giafar y los Barmakidas, aprendí sobre tres pérdidas esenciales. La primera es que las historias se pueden morder la cola como el ouroboros y hacernos desaparecer en un círculo eterno, la segunda es extraviarme alegremente en una historia interminable donde los protagonistas se pierden para siempre detrás de un árbol en cuyas ramas los siguientes cuelgan como manzanas, y la tercera es que, al contar una historia, el verdadero protagonista es el que la escucha y el que la narra se va disolviendo en sus propias palabras con tal de sobrevivir al tiempo. Scheherazada lo sabía mejor que nadie. Si al rey Schariar no le gustaba lo que ella le contaba, sería decapitada a la mañana siguiente. Es por eso que para no aburrirle, sus historias se sucedían una detrás de otra, se repetían y se cruzaban. Es algo que he experimentado más de una vez con mi tiránico sobrinaje estos últimos años. Si la historia de la cena o de las largas horas de un viaje en auto no les gusta, mi existencia como tío corre serio peligro. Para no perder la cabeza, me la paso contándoles historias y detrás de mis historias dejo pistas y dentro de mis pistas dejo consejos.

No sé aún si van a seguirlos, pero hasta el momento sigo vivo.

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Vidas de perro

El Tyson era incapaz de quebrar un huevo. Así, tal cual suena. A las pocas semanas de llevarlo de regalo un cliente del taller, un huevo de paloma cayó sobre unos guaipes desde el pimiento. El Tyson se acercó a olerlo y con la nariz lo empujó por todo el garage hasta el muro del fondo. El único en darse cuenta fue el Cheíto, que encontró raro ver a un rottweiler tratando de atravesar la muralla con el hocico. Se rió fuerte y le contó a todos. Don Froilán movió la cabeza.

-Tremendo perro y no le come los huevos ni a las palomas. Pura pantalla – gruñó-. Jeria, tráete una escalera y pónte el huevo de vuelta en el nido antes que lo encuentre el Ñato.

El Ñato era el verdadero dueño del taller. Era un quiltro negro, mediano y su hocico ya cano parecía indicar un antepasado bóxer. Tenía el pelaje lanudo y se le hacían remolinos de grasa cuando se echaba a dormir junto a los mecánicos mientras trabajaban. La única persona que había logrado bañarlo era el veterinario que había abierto su consulta a media cuadra hacía dos años.

-Masajes capilares el perla – alegaba don Froilán-. Si parece que yo trabajo para los perros. Porque pucha que comen doctor. A todo esto, ¿le puede mirar los dientes al Ñato?Lo vimos haciendo unas morisquetas anteayer.

***

El día que llegó el Tyson al taller, el Ñato seguía triste por la muerte del Charly Alberti. Al Charly lo encontró Soto, el otro mecánico del taller, unos años antes. Estaba flaco, tenía los ojos tristes y hundidos y la cola escondida entre las patas todo el tiempo. Lo primero que notó Soto era que cuando intentaba rascarse las pulgas sus patas no llegaban a ninguna parte de lo tieso que se encontraba. En cuanto llegó al taller don Froilán fue a la farmacia del barrio buscarle la pipeta y luego se dedicaron a aguacharlo entre todos dándole pedazos del pollo del almuerzo. El Ñato lo acepto de inmediato porque era humilde, tranquilo y porque entendió perfectamente que él sería el segundo perro del taller. A pesar de que era medio rucio y de ojos celestes, no le pusieron Charly Alberti hasta que ya se había recuperado completamente. Fue una mañana en que al abrir el taller don Froilán y Jeria, lo vieron sentarse y mover la cola de arriba abajo como tocando el bombo.

-Don Froila, cáchese al perro nuevo, se cree el Charly Alberti.

El Charly duró poco. Lo había pasado tan mal en la calle que los inviernos se le hacían insoportables. Don Froilán le puso capas a ambos perros y les hizo casas en altura, rellenas con guaipe, pero el pobre pasó su último año tosiendo y caminando tieso por el taller. Su última noche la pasó con el Ñato, que se echó fuera de la casa de su amigo para acompañarlo. Cuando Soto, que abrió al día siguiente, se fue directamente a ver al Charly, el Ñato se paró, lo miró a los ojos y se metió a su casa para no salir en una semana.

-Eran bien amigos entonces – le comentó el cliente que le regalaría el Tyson a don Froilán-. Sabe qué, ¿le interesa un rottweiler? Es el penúltimo cachorro que me queda, se lo regalo, tantos años que ustedes me han arreglado los autos – omitió el hecho de que el perro venía de una cruza entre hermanos y que era imposible venderlo a buen precio-. Así el Ñato no se queda solo.

-Muy agradecido – le contestó don Froilán-. Ñato,- dijo agachándose para acariciar la cabeza del perro, teníh que portarte bien ahora que vai a tener un hermano fino.

El Ñato lo miró de reojo y metió su cabeza dentro de su casa. Cuando llegó el Tyson a la semana siguiente, salió a olerlo y le peló los dientes. Después se fue a echar al sol y el Tyson, bautizado por el Cheíto cinco minutos antes, fue a olerlo y a buscarle juego. Aunque a los cuatro meses el Tyson pesaba el doble que él, el Ñato se paró, lo revolcó en el suelo y en el aire hasta que el grandote se escondió detrás del pimiento.

***

Fue cuando el Tyson estaba por cumplir el año que se metieron a robar. Jeria había dejado mal cerrado por irse a pololear esa tarde y los dos tipos que entraron al taller vieron el portón sin candado y pegaron una patada. Lo primero que vieron fue al Tyson que los miraba fijo. Con la impresión ante su tamaño hubo dos cosas en las que no se fijaron. Primero, el Tyson les estaba moviendo la cola. Segundo, el Ñato se les acercó en silencio por el costado.

Mordió al ladrón que tenía más cerca en la pantorrilla, el otro salió arrancando y el que estaba herido cayó al suelo chillando. Una vecina llamó a don Froilán y a Carabineros. El viejo se rió cuando uno de ellos le comentó que menos mal que el Ñato y no el Tyson lo había mordido.

-Acá tendríamos a la tele molestando.

-Entre nosotros, mi cabo, el Tyson es pura pantalla -repitió lo dicho unos meses antes-. Pura imagen como dicen. Mi Ñato es el que hace la pega por los dos.

Desde el día siguiente y por meses, el Ñato acosó al Tyson por cualquier cosa.

-El Ñato sabe que está acá pa’ cuidar, pero el Tyson…- dijo Soto

-Está aquí pa’ verse lindo- dijo el Cheíto, haciéndole un cariño en la cabezota.

Fue solo cuando el Tyson casi se murió que el Ñato lo recibió como parte del taller. Ese día don Froilán estaba de cumpleaños y jugaba Chile. Pusieron la tele sobre unos caballetes y sobre otros la comida y el vino.

El partido estaba bueno y el vino también. El Tyson se acerco a la mesa con la comida mientras todos estaban atentos al partido, se encaramó un poco y se tragó un pollo asado a medio comer. Lo destrozó de un solo mordisco y, al tragar, los huesos del pollo le atravesaron la garganta. Iba a aullar de dolor pero solo le dio para un gemido horrible. Los cuatro mecánicos se dieron vuelta.

-¿¡Qué hiciste Tyson por la chucha!?- gritó don Froilán.

El único tarascón que el Tyson lanzó en su vida fue para Jeria, que fue el primero que llegó a ayudarlo. Tuvo suerte que el dolor no dejó al perro estirarse un poco más, o se habría quedado con media mano menos.

-Pongámosle algo encima pa’ llevarlo al veterinario.

El Cheíto sacó una lona grande y lo envolvieron. Cada uno tomó una parte y salieron del taller. El Ñato se quedó en el taller paseándose junto al portón.

-¡No salten tanto que se nos puede morir!- gritó don Froilán.

-¡Tranquilo huacho! – gritó Soto, no estaba claro si a don Froilán o al Tyson.

Cuando entraron a la clínica, el veterinario estaba terminando de vender un saco de alimentos. Le explicaron rápido lo que había pasado y el doctor preparó de inmediato la mesa de operaciones. Alguien le había dicho alguna vez que no valía la pena hacer cirugía, que le dejara eso a las clínicas grandes, pero el Tyson tuvo la suerte de que él fuera porfiado.

Llamó a una colega que estaba sin trabajo y estuvieron seis horas operando al perro. A medianoche ya se habían ido Jeria y Soto a sus casas. El Cheíto había vuelto al taller a ordenar, ver al Ñato, que se había fondeado en su casa, y cerrar, mientras don Froilán estaba afuera del pabellón.

-Perro huevón, perro huevón -repetía-, no se la puede ni con un huevo ni con un pollo.

El Ñato estuvo nervioso y sin comer por varios días. Cuando el Tyson estuvo mejor, Soto le sugirió a don Froilán llevar al Ñato de visita y aprovechar de bañarlo.

Cuando entraron a la clínica, el veterinario llevó al Ñato al canil del Tyson, el Tyson, echado, le movió la cola como pudo para saludarlo y el Ñato metió el hocico al canil, le lloró un poco, le lamió la nariz y no paró de mover la cola como helicóptero hasta que se dio cuenta que le tenían listo el baño.

Cuento basado en un hecho real y escrito a partir del pie forzado “Perros” sugerido por Isabel Godoy en febrero de 2018

 

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17

Hoy invité a un grupo de estudiantes a una clase-taller de haiku que ofreceré en unas semanas. Les expliqué un poco acerca de la forma y de sus posibilidades, sin ofrecerles ningún desvío teórico y les empecé a preguntar por situaciones que vivieran a menudo, de cualquier clase. Una estudiante pensó que era algo académico y se refirió a un curso que habían tenido o tenían actualmente. En realidad, a su profesor. Les pedí que no me dieran el nombre, ni del profesor ni del curso, pero que hablaran.

-Es misógino.

-Es homofóbico, transfóbico, xenof…

-Todo lo que sea no aceptar a los demás, lo tiene, además no escucha -interrumpió una tercera estudiante.

-Es clasista -agregó uno.

-Pero lo que aburre, profe -siguió la primera-, es que para pasar de curso hay que decirle que una está de acuerdo con él. Quiere que le pongamos atención en todo y le hagamos caso.

-A la Clau la reprobó porque le discutió sobre los métodos anticonceptivos. Y eso que ella le habló de estadísticas. Es como hablar con la pared -dijo la tercera.

-Con rebote -agregó otra.

-Resumamos -les contesté tomando el plumón-. Hagamos un haiku con sus propias palabras, o lo que podamos para que nos alcancen las sílabas, que son… -los miré con cara de pregunta.

-17 -coro.

Hicieron un par de versiones. Alguien hizo notar una cacofonía. Discutieron y descartaron palabras. Borré y reescribí. Convinieron, al final, en estas líneas,

Quiere que le oigan

Pero hablarle es como hablar

Entre paredes

-Listo. Acaban de escribir un haiku.

-Mira tú -le dijo una estudiante a su compañera de al lado.

-Lo que es ser secas -le respondió.

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23º Sur – Niños y niñas

Cuando aún creíamos que la gravedad era un anticonceptivo, saltaban de la cama, se ponían la ropa a saltos y a saltos corrían a la heladería frente a la plaza. Cruzaban la calle saltando y se sentaban en un banco que alguna vez había estado pintado verde olivo y ahora parecía un mapa de continentes e islas tropicales a punto de ser descascarados por maremotos de madera.

Entonces acercaban sus helados a la boca del otro y los lamían como cachorros. Luego se daban besos con sabor a chocolate, frutilla, limón y canela, le regalaban el barquillo al primer gorrión, paloma, hormiga o quiltro que pasara y volvían saltando al departamento, se desvestían y seguían saltando sobre la cama, el sofá, el pasillo y la alfombra.

Poco tiempo antes habíamos tenido cuatro clases de educación sexual. La congregación religiosa que había fundado el colegio era moderna y,  para disuadirnos de tener relaciones prematrimoniales, había resuelto no amenazarnos con una vida eterna en el infierno.  En lugar de ello, los curas recurrieron a la ciencia.

Al profesor de Biología, encargado de enseñarnos acerca de nuestros órganos y funciones reproductivas, se le iba el ojo izquierdo cuando estaba nervioso. Cuando esos nervios los causaba alguna estudiante sentada en primera fila con la blusa haciendo una V estrecha, el jumper ligeramente corto y las rodillas separadas, apuntando de modo general hacia arriba, su ojo izquierdo se dirigía hacia abajo como si estuviera buscando un botón perdido. A veces apostábamos cigarrillos a cuánto demoraría en pegar la vista a un punto indeterminado en la pared del fondo, a qué compañera miraría por más tiempo entre las piernas, o de qué lado de la frente empezaría a correrle el sudor. La que lo pusiera más nervioso, por norma tácita, fumaba ese día sin sacar un solo cigarrillo de su propia cajetilla. En esa primera clase de Educación para la Vida y la Salud Sexual, según le llamó el colegio, pasamos los primeros veinte minutos riéndonos del vibrato en la voz del profesor cada vez que murmuraba “pEeEne”, “vagIiIina” y “relaciOoOones sexuAaAles”, hasta que abrió el armario detrás de su escritorio y comenzó a sacar frascos de varios tamaños.

Frascos con órganos mutilados. Un pene sifilítico que parecía un chorizo recocido; un útero pálido con manchas parecidas a chispitas de azùcar que adornan las tortas; un tumor mamario y otro testicular, todo de origen venéreo. Provocado el terror que buscaba, con el ojo izquierdo perfectamente alineado al derecho y mirándonos de frente, uno por uno y una por una, pasó a una colección de 101 diapositivas. Tres clases más tarde, según el profesor nos demostró mediante la ciencia, el sexo era una morgue de la que sólo escaparíamos a través de la abstinencia.

Cuando, al final de la última clase, consultó si teníamos dudas, a nadie se le podría haber ocurrido preguntar si la masturbación causaba impotencia en los hombres; si a las mujeres el roce manual contínuo del clítoris las convertía en marimachos; si la masturbación los enceguecía a ambos; si las ramas de apio eran abortivas; si los dispositivos intrauterinos daban cáncer; si la falta de eyaculación causaba dolor genital; si era cierto que, poniéndose la mujer de pie luego de tener relaciones, la ley de gravedad prevenía el embarazo.

Pero lo que ya varios y varias de nosotros hacíamos a escondidas no se sentía como actos suicidas. Seguimos saltando los agujeros polvorientos de nuestras veredas camino a nuestros sofás y dormitorios hasta el día en que supimos de los mellizos que tendría la pareja amiga que saltaba camino a la heladería.

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23º Sur – Rudolf

A veces vuelvo a los 17 y me dan ganas de bailar. O de romper paletas publicitarias. De romper paletas publicitarias y correr lejos antes que los adultos me vean.

Nunca rompí paletas publicitarias a los 17. No existían. Pero bailaba solo en mi pieza y a veces bailaba solo en la calle. En las fiestas bailaba solo porque me movía a destiempo y todos me decían que bailaba mal o preguntaban si me había dado algún ataque y de vez en cuando me importaban, dejaba de bailar y me iba a algún rincón. La primera vez que me importó quise romper paletas publicitarias. Como ya dije, no existían y en lugar de eso me tomaba al seco la petaca de pisco que sacaba al costo de la botillería de mi hermana y la lanzaba por arriba del muro, esperando oír del otro lado el tintineo del vidrio quebrado que a veces llegaba y a veces no. La mitad de las veredas y calles de mi ciudad eran hoyos polvorientos y quebrar cualquier botella de esa manera era un juego de cara o sello.

A falta de paletas publicitarias había muchas cosas que romper en ese tiempo. También se podían rayar y mear. A los 12 años mis compañeros y yo intentábamos dibujar nuestros nombres con pipí sobre los muros. Si tu nombre tenía cuatro letras no había ningún mérito en hacerlo. De cinco hacia arriba se te consideraba un hombre si lo lograbas. Con las siete letras de mi nombre estaba lejos de tener la suficiente presión para hacer esa caligrafía y a ninguno se le hubiese ocurrido tomar más agua un rato antes con tal de lograrlo. Un día lo intenté. Estaba nervioso porque sentía que no llegaría a la tercera O de Rodolfo. No llegué, pero en mis nervios había escrito incompleta la primera. Se leía:

Rudolf

Me felicitaron. Además de ser un hombre, de ahí en adelante se me consideró bueno para el inglés. Me lo creí y las consecuencias fueron tan dramáticas que más tarde cambiaron mi vida para siempre.

También rompíamos los basureros que había oxidado el mar. Rayábamos los basureros ovoides de la costanera unos meses antes de romperlos. Cada vez que aparecían en las calles los arturitos esmaltados en verde era primavera para nosotros y celebrábamos pateándolos para que dieran una vuelta completa sobre su eje. A los 12 años también queríamos romper paletas publicitarias.

Estábamos permanentemente aburridos y por el momento se necesitaba poco para tranquilizarnos, pero a un lado teníamos el mar azul y sin playas y al otro los cerros marrones como mojones. Encerrados entre el viento salado y el polvo del desierto, pronto el aburrimiento se volvería peligroso. Faltaba poco para dejar de ser niños y vivíamos en un puerto minero que estaba lejos de cualquier lugar al que deseáramos viajar.

En ese tiempo, debíamos esconder todo lo que hacíamos a nuestros padres. Nuestras vidas transcurrían entre los basureros rotos y los comedores de nuestras casas. En el colegio, mientras los profesores nos mirasen de frente estábamos en el comedor, mientras nos diesen la espalda estábamos en el basurero. Mientras fuimos niños arrancábamos de los adultos. Lo único que nos interesaría pronto sería arrancar del pueblo.

Pero nunca podemos arrancar realmente del pueblo donde crecimos. Por eso es que pasan los años y todavía quiero romper paletas publicitarias. De cuando en cuando también me dan ganas de bailar, pero cada vez menos.

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Anochecer en la costanera de Algarrobo – Tríptico

A IG, y a MN, que ama Algarrobo

Mientras nos acercábamos a Algarrobo, conversamos acerca de la traducción que estoy leyendo de los haikus de Basho y la forma que han ido tomando los que yo escribo con el tiempo. Según Isabel, ya hay varios que parecen responder a un estilo mío en particular. Quise rebatirle, pero no supe con qué. Panda, mientras tanto, olía el pipí de otros perros en las piedras y se apuraba cuando nos alejábamos algunos metros de ella.

Al entrar a la costanera por el sur los tres, todavía los últimos colores de la puesta de sol cubrían el cielo. El mar se movía suavemente y se oían las olas rompiendo en distintos lugares en la bahía. Se encendieron los faroles del alumbrado público. Desde niño me han alegrado las luces que se ven a lo lejos. Escribí los siguientes versos,

En un carnaval
seis lunas amarillas
flotan en el mar

Seguimos avanzando por la costanera, observamos a una familia que venía con perros grandes, Panda tiritaba a la vista de ellos así que la tomé en brazos. Avanzamos por entre un grupo de surfistas que se estaban sacando los trajes. Quise escribir de eso, así que dejé a Panda en el suelo, me senté en una banca e Isabel avanzó con ella. Ninguna idea se me vino a la mente. Caminé. Panda estaba clavada a unos metros mirándome. Me reí fuerte.

¡Mueve la cola!
Ya estamos los tres juntos,
perra mamona

La costanera estaba casi vacía. Hace una semana paseaban montones de padres y sus hijos, pololos de la mano y parejas mayores que se sentaban a mirar el horizonte si es que no hacía mucho frío. Ahora, no había siquiera donde comprar una palmera para hacerle un homenaje a la playa. Frente a los faroles, los locales cerrados hacían profundos conos de sombra que unos estudiantes silenciosos apenas abrían.

Bajo los quioscos,
luciérnagas de papel
cuentan la espuma

Más tarde, cuando encontramos un café abierto, le conté a Isabel de cómo Basho y los maestros del haiku reunían sus versos con relatos en prosa de los hechos alrededor de los cuales habían los habían compuesto. Mientras le daba algo de agua a Panda, que nos miraba exigiendo irnos luego a casa, me sugirió que incluyera las tres piezas que aparecen más arriba en mi propio relato, como una manera de hacer a ustedes leer poesía. Aunque no lo dijo así, argumentó que el contexto sería el azúcar del jarabe. Estuve de acuerdo.

Ahora que escribo esto, todavía no estoy seguro si son míos estos haikus, pero me inclino a creerlo.

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Fui la noche del 4 de noviembre a la conferencia que dio Merlin Holland, nieto de y experto en Óscar Wilde, sobre De Profundis, en una universidad privada local . Wow, Wilde, el nieto, se ve igual (estaba googleado antes de 30 segundos). Yo, cabro chico provinciano, como cuando pasaba por accidente en Antofagasta cualquier persona remotamente relacionada con la tele o con mis libros, repetí tres veces wow, Wilde by proxy.

Abrí De Profundis luego de 20 años, esta vez con la intención de terminarlo. En ese tiempo me creía todo un conocedor de Óscar, el tío Óscar. Había adoptado plena y planamente la tesis de que Óscar fue el primer rockstar, cantaba Cemetry Gates de los Smiths seguro de que la alusión a Wilde contenía el significado de la vida y le leía pasajes de El joven rey y El cumpleaños de la Infanta a mis amigos de universidad. Pero De Profundis me quedó enorme. Traté de ponerme en sus zapatos y quedé como payaso. Lentamente mi herida opinión de mí mismo fue apagando mi pasión por él, pero nunca lo suficiente como para dejar de releer El Pescador y su Alma cada tres años. Ahora, un

wildeafter
Óscar al poco tiempo de salir de la cárcel

poco más maduro, con más equivocaciones encima y menos adolescencia, comencé a leer De Profundis, a apretar los labios y preguntarme qué tendría que contar Merlin Holland acerca de la carta.

Las visitas éramos pocas y salpicábamos el orden de precedencia semi-oficial de los asientos. Entró el expositor, se nos dio la bienvenida y se le presentó, se nos contó que había sido un logro muy importante thraerh al señor Holland -al cual indicaban con un gesto amplio del brazo-, que era un honor su visita, porque aún hay ciertos decoros que hacen de mal gusto declarar abiertamente que tenerlo en la sala era una prueba más de que con la voluntad, contactos y persuasión monetaria suficientes se puede mostrar de manera casual a quien sea, más como una cabeza de oso embalsamada en el pasillo que como un conferencista en la testera.

Holland saludó a la audiencia. Su voz fluía al compás de las puertas del salón que se abrían y cerraban para dejar entrar a alguna figura sonriente o displiscente, la cual encontraba a quien gentilmente le había guardado un asiento y se dirigía a éste, no sin antes buscar con la vista a aquella otra persona que debía ver que estaba allí y responderle con un leve gesto de reconocimiento. A Óscar le habría encantado el cuadro, de seguro, pero no en los días narrados por su nieto, ya envejecido, inútil, triste, más parecido a una taza sin oreja que a una ruina de hombre.

robbie

También le habría encantado a Robbie Ross, el amigo fiel y paciente, quien, a los ojos de Holland, más se parece a un hada madrina de los niños Wilde que a un albacea, que sufrió todos los embates de Bosie, la bruja mala, el súcubo, el padrastro imposible que podría haber inspirado a Óscar a escribir Vyvyan y Cyril tienen dos papás, de no haber sido tan absolutamente infantil y miserable como la historia sugiere y como Merlin Holland ciertamente cree, una de las dos conclusiones más transparentes de la conferencia.

La primera, prosaica, pero sin duda esencial, es que a Holland no le aproblema que uno sepa que vive de esto. Reconoce abiertamente que la publicación de un facsímil de De Profundis era una de sus cartas para la jubilación y le sale fuego cuando habla de los intentos de Douglas y otros por robar la propiedad intelectual de su abuelo.

La otra es que Óscar Wilde puede ser para muchos de nosotros el tío Óscar, pero Holland es su único nieto. Cuidar la estatura de su abuelo es con seguridad su misión en la vida. Es muy posible que, manuscritos en mano y con recuerdos prestados, haya logrado hablar con su abuelo, una especie de Hamlet de segunda generación, y haya decidido vengar la traición de Alfred Douglas. O tal vez no. Se lo quise preguntar, pero se me quedó en el tintero. Cuando terminó de hablar y se abrió el piso para preguntas, levanté la mano y de inmediato tenía en ella el micrófono. Le consulté si se podía leer la caída de su abuelo como un relato cristiano, el calvario de una ruta profetizada a lo largo de sus cuentos y cumplida por él mismo. Según Holland algo de eso había, pero él observaba también una tragedia griega, muy griega. “Él era mitad pagano. Hay un paralelo con la sensualidad de Dorian Gray. Sus dones fueron su desgracia.” Le agradecí y dejé ir el micrófono. Nadie más hizo preguntas. La audiencia aplaudió educadamente y salió en procesión a encontrarse con el cóctel. Algunas ancianitas volvieron en cosa de momentos con preciosas ediciones de y acerca de Óscar, recién compradas en la mesa de ventas,

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para que su nieto las consagrara con su autógrafo. Van a estar en un estante por años, hasta que ellas se mueran y algún familiar, o el jardinero, las vendan por ahí y alguien como yo se las encuentre un día en la librería de Rivano, pensé mientras esperaba para sacarme una foto con Merlin Holland.

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Se finge sin secreto

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