26. Iba a escribir de un señor jubilado tan, pero tan derechista, que en 1980 fue designado por una autoridad designada para presidir una mesa de votación durante el plebiscito constitucional y de como, entusiasmados él y los vocales con el honor conferido, anularon casi todos los votos del NO a la hora del conteo y marcaron suficientes votos del SÍ como para reemplazarlos, cuidando no pasarse del número de personas asignadas a la mesa. No había que exagerar, dijeron.
Pero no.
Voy a escribir sobre una señora jubilada que detuvo el abuso a dos universitarias de parte de tres carabineros a punta de estupefacción durante una de las marchas estudiantiles del 2011.
Pasado un mediodía de jueves, detrás de la Embajada de Brasil en el centro de Santiago, la señora caminaba asustada a la residencia del adulto mayor en que vivía, muy cerca de allí. Las monjas le habían advertido sobre “otra protesta más” y ella había salido de todos modos. Tenía compras que hacer y podía hacerlas. Le daba algo de miedo, pero si evitaba la Alameda, pensó, se ahorraría los sobresaltos de estos chiquillos que lo rompían todo, Señor mío, ojalá que llegue antes que empiece el humo, ay, qué es eso, mejor me apuro, murmuró mientras veía a tres carabineros en moto que acorralaban a dos niñas jóvenes, lolitas, que peligroso, no tendrán miedo que les pase algo, que les llegué una piedra, digo yo, ay Dios mío, dijo un poco más fuerte cuando vio que las hacían poner las manos contra la pared con las piernas abiertas mientras les vaciaban las mochilas abiertas en la vereda, ay Señor, ay Señor, qué es eso, qué les están haciendo, por qué las tocan así en esa parte, habló una vez más al otro lado de la calle, con su bolsa de compras congelada en el aire como un disco PARE.
Un empleado de cuello y corbata que pasaba por ahí también se detuvo boquiabierto, casi a su lado, igual que un obrero mayor que miraba unos metros más allá.
Oiga joven, por qué las tocan así los carabineros, no está bien, no está bien, no está bien y el empleado despertó, sacó su teléfono y comenzó a grabar.
El tercer carabinero cruzó la calle, los increpó, se paró muy cerca de ambos y ni siquiera prestó atención al obrero que desapareció de un segundo a otro, a ver su cédula señor, usted no tiene por qué grabar un procedimiento, a usted le gustaría que yo lo fuera a grabar a su trabajo, a ver borre ese video y me muestra la carpeta después, usted señora también, su cédula, que anda haciendo en la calle con tanto manifestante dando vueltas, es peligroso, dijo mientras la mujer lo miraba fijamente y los otros dos carabineros sacaban las manos de abajo de las poleras de las estudiantes para saber qué estaba pasando.
Vámonos, están listos los mirones, les dijo el tercero molesto mientras les devolvía las cédulas a ambos. El empleado temblaba, la señora no se movía y las estudiantes recogían sus cosas dos veces de lo nerviosas que estaban. Los carabineros se fueron por una calle y las estudiantes volaron por la otra. La señora miró al empleado, acompáñeme joven por favor, vivo aquí no más, ay Señor qué terrible, qué terrible, son hombrones ya y eran unas niñitas, usted vio lo mismo que yo joven, cierto, qué bueno que las dejaron ir, que terrible, pobres niñas, nunca lo habría imaginado, son carabineros, muy amable, gracias por acompañarme, se despidió, sin darse cuenta del poder que había tenido su decencia.
25. No fue en una concentración, ni en una protesta, ni en un carnaval que las banderas rojas volvieron a flamear sin miedo en Antofagasta. Hizo falta el funeral de un poeta.
Poco más de seis meses antes del fin oficial de la Dictadura, la muerte de Andrés Sabella desbordó el centro de la ciudad con sus estudiantes, colegas y amistades, el Cuerpo de Bomberos, compañeros de colegio, cada club y asociación a los que había pertenecido, desde los intelectuales estoicos y los comerciantes sibaritas a sus dos militancias más queridas, la Iglesia Católica y el Partido Comunista, entonces una contradicción superficial para Sabella y un puñado que sentía como él.
Para las mayorías que le sentían como suyo, sin embargo, eran amores excluyentes. A la liturgia de la catedral se le sumó la liturgia de la calle, las consignas, los cánticos y un valle de coligües ondeando la hoz y el martillo, tan tristes por perder a su compañero como felices de que hubiera sido una muerte natural y de poder estar ahí para despedirlo libremente.
Y allí en medio, en la marea de la Jota, demasiado cansado, demasiado gordo y demasiado sentimental como para poder soportar tanta juventud, estaba el Negro Félix, un obrero jubilado que era tan sencillo y transparente que le despejaba los humos a cualquier soberbia y era llamado abuelo por cada niña y niño que le tomaba la mano, avanzando apenas entre la gente, tropezando con su corazón gigantesco y resbalando en las lágrimas que le rodaban por las mejillas.
“Volvimos,” pensó, “volvimos, no nos alcanzaron a matar a todos,” se dijo, mientras las caras de sus amigos muertos y desaparecidos lo saludaban y dos compañeras lo tomaban trabajosamente de los brazos para sentarlo en una escalinata, justo a tiempo para rescatarlo del infarto.
Dedicado, obviamente, al Abuelo Negro
24. Poco después del Golpe, Pinochet visitó Antofagasta. El administrador de una importante faena minera local recibió un télex de algún oficial de la guarnición que requería un contingente de trabajadores para desfilar frente a Pinochet, en muestra de apoyo de parte de “las fuerzas vivas de la nación”. No sé que pensó el administrador, tal vez no quería desarmar los turnos, tal vez no quería romper el equilibrio precario de la faena, tembloroso por el encarcelamiento de varios trabajadores, o quizás solidarizó con el orgullo asustado de los viejos, varios de los cuales confiaban tanto en él que le seguían y seguirían cada vez que se cambiaba de una a otra empresa minera, pero decidió contestar más o menos así:
“Ruego establecer prioridad télex n°__ ó bando supremo n°__”, aquél que ordenaba que la prioridad de la industria era producir a toda máquina en aras de la Reconstrucción Nacional. La respuesta fue típicamente militar: “Afirmativo. Bando n°__ tiene prioridad”.
Cuando le comenté al administrador que debía sentirse orgulloso de ello, guardó silencio mientras terminaba de tomar su taza de té y luego me dio una respuesta típicamente minera:
“Hay que hacer lo que hay que hacer.”
23. 1924: Desde muy joven, el profesor de francés salía de su casa en traje y corbata hasta para ir a comprar pan a la esquina. La forma era la forma.
1930: El profesor de francés era, además, agnóstico, masón y feroz comecuras, lo cual no le impedía acompañar a su esposa a la iglesia todos los domingos y fiestas de guardar, para luego leer el periódico en la plaza. Unos minutos antes del término de la misa, la esperaba bajo el pórtico de entrada con el sombrero bajo el brazo y saludaba al cura mientras le ofrecía el brazo a su esposa para bajar la escalinata. Un caballero era un caballero.
1936: El profesor de francés era, además de masón, un riguroso militante del Partido Radical. Sin embargo, cuando sus correligionarios desairaron y dejaron sin alojamiento a un joven dirigente socialista y hermano masón de visita en la ciudad, fue a buscarlo para ofrecerle alojamiento en su casa por el tiempo que fuera necesario. El honor era el honor.
Esa noche, después de cenar, el profesor de francés pidió al joven dirigente socialista que le explicara su postura política. Discutieron sus convicciones sobre el bien comúen y consultaron la biblioteca del profesor y los libros que traía el joven dirigente para probar qué era lo justo. Luego de unas horas, el profesor dijo al joven dirigente que lo había convencido. Al día siguiente renunció al Partido Radical y se inscribió en el Partido Socialista. La razón era la razón.
1967: La mente del profesor de francés empezó a tropezar. Su saber enciclopédico no fue rival para el olvido y gentilmente contestaba “número equivocado” a cada llamada que recibía, porque en su casa, decía, no había teléfono. Se le fueron cayendo los nombres de amigos, familiares y conocidos, pero no todos, no siempre. Para el invierno de 1970, ya postrado y a pocas semanas de morir, tuvo una última tarde lúcida. Llamó por su nombre a un hijo que llevaba tiempo confundiendo con un tío y preguntó por cada nieto y nieta que tenía a la hija que lo acompañaba esa tarde. Guardó silencio un momento hasta que le brillaron los ojos y la tomó de la mano. “Mijita, ¿ya ganó Allende?”
La esperanza era la esperanza.
22. En una actividad en clases, una estudiante contó que en el supermercado donde trabaja de empaque, una señora muy humilde da propinas en galletas que hace ella.
-Abre la cartera, adentro tiene una bolsa de cartón con las galletas, saca una con una servilleta y te la da.
-No les conviene mucho entonces la propina – intervino un compañero.
– ¡Na’ que ver! Todos nos peleamos por atenderla, es muy linda.
21. “Hueona, mi mamá que es fome. La invitamos a un restorán pal día de la madre ayer y como a la hora estaba con cara de amargada. Igual se rió harto con una mina que hacía estandap, así como a lo Natalia Valdebenito, pero al final andaba toda nerviosa e insoportable. Llegamos a la casa y altiro se puso a planchar y a hacer cosas y yo hueona estudiando pa la solemne y ella pasando la aspiradora hasta las 11 de la noche.”
20. Una puerta con letrero “SOLO PERSONAL AUTORIZADO” entreabierta en una tienda por departamentos. Se ve una mesa con una bolsa de tachuelas de alarmas para la ropa y un archivador de tapa dura acostado. Entre los dos hay una rosa roja envuelta en papel celofán con una cinta blanca y un corazón de cartulina con letra infantil. Se alcanza a leer “FELIZ D …”
19. Entre la segunda mitad de los años 70 y el año 2000, mi mamá fue casi todos los años a la Fiesta de la Tirana, muchas veces a pagar una manda, todas ellas para comprar chalecos y calcetines de alpaca, pululos, melcochas y el cuantuhay que a mi papá o al que le hubiese tocado llevarla y escoltarla le tocaría embutir delicadamente en el auto.
Parte vital de esas compras consistía en conversar con los vendedores, preguntarles cómo estaban, de dónde venían y escuchar lo que ellos quisieran contar de sí mismos.
“Seis hijos tengo pues, y vendiendo estas cositas les puedo comprar sus materiales para la escuela y otras cositas más.”
“¿Y de qué parte de Bolivia es usted?”
“Pues yo vengo de Cochabamba.”
“¡Ah! ¿Se vino en bus, en qué se vino?”
“No pues, en bus no,” dijo riendo, “he caminado casi todo el camino y me han traído en camión también.”
“¡¿Se vino caminando?! ¿Y no le da miedo que le hagan algo, que un hombre …?”
“…No, eso no, una tumbadita más, una tumbadita menos, ¡qué más da! Pero que me roben la mercadería, eso sí que me da mucho miedo señora.”
18. Cuando sus hijos tenían entre 13 y 18 años, descubrió que su marido tenía una querida. Tenía una mantenida. Tenía otra. Amante no. Le daba asco lo que se imaginaba con la palabra.
También entendió que la mayoría de su círculo social sabía. Dejó de hablarles de inmediato.
-No fue por la traición, imagínate, si me traicionó mi propio marido, qué me iba a importar que me traicionaran esas tales por cuales. Lo que me dio rabia es como se deben haber reído de mí, la hueona gorreá deben haberse dicho entre ellas -vació el vaso y me lo acercó-. Sírveme otra piscola Chico por favor. Pero más cargada, ésta no estaba ni para curar a una monja.
Cambió la voz. Le salían las vocales por detrás de los dientes, sin aliento casi, y sus consonantes en ese tiempo, recordé mientras le llenaba el vaso, sonaban como taladros, transformadores y motores de combustión.
-Me sentía sucia, como la mopa para limpiar el pichí de los perros. No lloré. Nunca. Si lloraba los niños iban a saber.
Pero vieron lo suficiente como para entender que su mamá estaba mal. Y su papá llegaba más temprano a la casa, siempre tanteando el camino, como si tuviera miedo de algo. Sin hablarlo entre ellos, decidieron no averiguar. La ley del silencio no alcanzó para que evitaran insultarse y pelear a cada oportunidad.
-Me quería morir. Los niños se odiaban. Me odiaban a mí, odiaban a su papá. Me estaba ahogando. Hablé con el párroco, lo único que me dijo era que no podía separarme, que por el bien de mi familia no volviera a pensar en eso. Estaba sola.
– ¿Ahí fue que se empezó a enfermar?
-Ahí fue que me dio el cáncer, sí. Y fue cuando los dos mayores se enteraron por otro lado y le contaron a las niñas. Entraron los cuatro a mi pieza una tarde y me exigieron que les contara todo. Les pedí que no castigaran a su papá, que esas cosas las arreglaríamos entre nosotros, pero tú viste como se pusieron con él después. Entre los dos no habíamos cruzado más de diez palabras por día desde hace un año. Nada como una biopsia para romper el hielo. Me pidió perdón, yo le dije que si lo perdonaba sería cuando yo pudiera y quisiera hacerlo. Le dije también que no esperara que yo me fuera a ablandar con él por estar enferma. Lo agarré a cachetadas. Le grité. Aguantó todo. Más le valía al huevón. Se portó bien. Se asustó. Me dijo que había dejado a la yegua, justo antes de que yo fuera al médico- se calló un rato-. Me dieron el alta al año y medio. Tú te acuerdas, yo creo. Él y yo todavía no estábamos bien, eso se demora mucho tiempo, pero hablábamos, y yo hablaba con los niños de todo esto. Supongo que por eso nunca me volví a enfermar.- Se tomó el resto del trago y me miró fijo- El silencio te mata Chico, acuérdate siempre de eso. Ahora pásame tu vaso, yo sirvo las piscolas, son demasiado fifí las tuyas.
17. Mi estudiante top:
“Imagine profe, soy mujer, morena y en silla de ruedas. Si también fuera sumisa, entonces también sería hueona.”
16. Relato de una enfermera:
-Fue como el 2007, creo. Me tocó una práctica en el Exequiel. El primer día, cuando nos mostraron las instalaciones, pasamos por una sala común donde había una niña de 13 años con anorexia, encerrada en una especie de cubo de vidrio.
– ¿Para asegurarse de que comiera?
-Exacto. Con la taza del baño ahí mismo, para que no vomitara, o para pacientes con bulimia que internaran ahí en otro momento. Weón, una niña de 13 años, sin privacidad de ningún tipo.
-Como un bicho de laboratorio.
-Como un bicho de laboratorio.
15. Antofagasta, años ’80. El cuerpo de la Peluquera apareció en la orilla del mar junto a unos roqueríos en la zona norte de la ciudad. Sacos de rumores se apilaron a su alrededor en versiones cruzadas que se entremezclaban y contradecían en las fechas y los nombres y los lugares de su historia, que de noche era prostituta y estaba chantajeando a un general o coronel de uno de los regimientos locales; que el coronel era CNI; que quedó embarazada de un prócer local y él se negó a reconocer la guagua; que la esposa del prócer, aterrada porque él la iba a dejar por la Peluquera, le obligó a deshacerse de ella; que le guardaba coca a unos narcos y la sorprendieron pateándola con aspirina para hacerse su propio negocio; que uno de los narcos era el prócer local y ella había amenazado con denunciarlo; que después de la peluquería trabajaba en un topless y la noche de su muerte un cliente la había sacado del local; que sabía algo importante de los milicos que se le había salido a un CNI ebrio, o en un acceso de sinceridad poscoital, o ambas cosas; que no era CNI, era tira no más y él era quien la sacó del topless; que un amante celoso la mató después que el tira la dejó en su casa esa noche, y así, hasta que la desaparecieron entre tanto cuento y renació en una animita enorme, con ventana y espacio suficiente para sentarse, suelo de cemento y paredes cubiertas con baldosas que a su vez se cubrieron con plaquitas agradeciendo los favores concedidos, con las olas rompiendo siempre a su espalda, el viento salado agitando las flores de papel, plásticas y vegetales y haciendo tiritar las decenas de velas constantemente encendidas por años hasta que una noche un temporal se la llevó casi entera al mar y quedó apenas parte del suelo de cemento.
El culto se apagó por un tiempo, pero volvió. La animita está enorme, hay bancas y mesas y está lleno de placas como esta: “Gracias Juanita por alejar a mi yerno de mi hija.”
14. Clara hace animalitos y flores y gotas de agua de colores en crin de caballo de Rari. La conocí afuera del metro Cumming y la he visto muchas veces detrás de la Catedral, junto a un quiosco en calle Bandera. Nunca me recuerda pero se da cuenta que ya le he comprado antes. A veces cuenta un poco de ella misma, pero no de su familia. Hace aseo, cocina y lava la ropa después que cierra el metro a las 11 de la noche. A veces se queda dormida con la escoba o con una sábana entre las manos.
“Yo no más hago las cosas de la casa, los otros… Yo hago las cosas de la casa.”
13. “Cuesta demasiado encontrar buena ropa outdoor para mujer, ni hablar de trekking.” Era ya la cuarta tienda que recorrían.
En la sexta estaba mosqueada. “Creen que outdoor para mina significa jeans apretados y zapatillas color flúor pero sin brillitos, como si eso protegiera de un esguince si una se resbala. Estamos casi igual que las minas en corsé, desmallándose, ahogadas por las barbas después de dar la vuelta a la plaza.
12. “Después que perdí esa guagua el año ’85 no paraba de dar leche. Me corría y corría y andaba con las pechugas correosas y llenas de globos. Me dolía que no te explico.
Cuando salí de la micro cesárea compartí pieza en la clínica con una mamá que había tenido un prematuro de tan pocas semanas que habían pasado varios días y a ella no le bajaba la leche no más.
Le ofrecí la mía al gine que la atendía. Aprovechó la oferta y me llevaron en silla de ruedas a la sala de los prematuros, me pusieron al niño en una pechuga y después en la otra hasta que se cansó. Era un alivio enorme, pero como era muy chiquitito no sabía mamar o no mamaba tanto. Podría haber preguntado si había otros para que me sacaran más todavía.
Fue por dar leche esos tres días tres veces al día que me siguió saliendo, si no, se me habría cortado. Estuve dos meses así, probando de todo, al borde de la mastitis, regalando leche como remedio para las úlceras, el acné y un cuantohay, hasta que una vieja en Taltal me dijo que me fajara las pechugas en cruz, apretándolas lo más posible, y que me diera baños en el mar, entrando y saliendo del agua a cada rato hasta que dejara de salirme.
Me amarré dos pañales gigantes de tela, les di un par de vueltas para que quedaran bien apretados y con el nudo justo en el hueco entre las pechugas. Me hundí hasta el cuello y sentí como se me apretaban inmediatamente. No me dolió porque el agua estaba más helada que la cresta.
Lo repetí varias veces hasta quedar morada de frío. Esa noche ya me salía menos. Lo volví a hacer por dos días más. Al tercer día se me había cortado completamente la leche.”
11. La primera burrada que dijo el estudiante me pilló de sorpresa. Fracasé al explicarle la ferocidad de la discriminación hacia las mujeres en Chile porque me respondió con un cliché idiota del tipo “a nosotros también nos discriminan por ser hombres”. Recordé un video feminista que me habían enviado un año antes de ese momento. “Sois bienvenidos a nuestra lucha chavales, pero sois nuestros colaboradores nada más y debéis dejarnos a nosotras dar las peleas importantes.”
-Tal vez alguna de tus compañeras podría tener la gentileza de contarte a qué edad le dijeron una cochinada o le dieron un agarrón por primera vez, sin detalles, o con detalles si ellas quieren.
Varias de ellas giraron hacia él para mirarlo fijo.
-13 años.
-12.
-Yo 14.
-A mí a los 16 un gallo como de 30 me arrinconó en el metro y me metió la mano abajo del jumper, pero un matrimonio de edad le empezó a gritar y me arranqué.
-En segundo medio a mí y a mi amiga nos silbó un tipo en una esquina y tenía los pantalones abajo.
-A mí me empezaron a decir cosas a los 10 porque me desarrollé muy niña.
Hubo unos segundos de silencio. Ahora las estudiantes me miraban fijo a mí. Me exigían que hablara por última vez
-¿Te ha pasado algo parecido?
-No profesor, nunca.
-Lo imaginaba- dijo la última estudiante en contar su historia.
10. En los años ’60, Norma llegó a Santiago desde el campo a trabajar donde una familia burguesa, de buen pasar, con el trato de que recibiría alojamiento, comida, educación y un sueldo modesto. Estaba por cumplir catorce años.
La dueña de casa era una señora jubilada que había llegado también del campo más de medio siglo antes, pero en circunstancias muy diferentes. Su padre sabía que con su sueldo de administrador de fundo sus hijas no eran un buen partido y las envió a todas a estudiar en el internado de Isabel Le Brun en Santiago, para que fueran profesoras y tuvieran como sobrevivir por sí solas y algún ingreso que ofrecer en caso de tener pretendientes. Ya titulada, conoció a otro profesor y juntos hicieron clases y criaron a sus hijos en una provincia del desierto. Llegó a dirigir un liceo de hombres y amadrinó una compañía de bomberos y la liga local de estudiantes pobres, hasta que ambos cumplieron con sus años de servicio y decidieron llegar a viejos en la capital.
Cuando Norma llegó a su casa, el oficio y el hábito de vivir rodeada de gente joven se despertaron de inmediato en la vieja profesora.
“La señora Julia era mi mamita. Me enseñó a leer y escribir y a sumar y a restar. Y era una santa, nunca me dijo una mala palabra, nunca me dijo que había hecho algo mal, me enseñaba como se hacía, después me dejaba que aprendiera solita.”
Norma se quedó trabajando con una de sus hijas más por cariño a su patrona que por necesidad después que Julia murió. El sueldo modesto jamás lo había tocado porque Julia le compraba todo lo que necesitaba. Un día se casó, tuvo hijos y sacó todos sus ahorros. Compró una casa y un día puso un almacén. Le fue bien y luego puso una botillería.
“Cuando no entiendo algo o tengo algún problema, siempre le pregunto a doña Julita, le pido favores cuando hay alguna complicación con la familia. Nunca me ha fallado. Hasta el día de hoy nunca he dejado de ir a verla al cementerio para su cumpleaños y el primero de noviembre.”
9. 21 de septiembre, 1996: antiguo recorrido 328 en la Villa La Reina, la micro está llena. Un hombre de pelo y rostro sebosos, barba de tres a cuatro días y ropa dominguera manchada de grasa y vino tinto va abrazado del fierro junto a la segunda puerta. La micro se vacía, pero no se sienta. Sostiene en una mano una rosa roja envuelta en papel celofán.
8. P. trabajó varios años en programas de rehabilitación para alcohólicos y pastabaseros. Nos contó una vez acerca de un chico de 15 años que fumaba pasta y llevaba seis meses en el programa, limpio y afirmándose de a poco, ganando autoestima, empatizando con sus compañeros, confiando lentamente en sus terapeutas. Eso, hasta que llegó el 18.
“Todas las fiestas son una pesadilla en los programas de rehabilitación. Las peores caídas se producen para Fiestas Patrias. Los usuarios salen, a veces súper seguros de sí mismos, y es seguro que muchos no volverán. Hay algunos que recaen y vuelven después de un tiempo, a veces peor que la primera vez que llegaron.”
Le preguntamos por el chico del que nos habló al comienzo. “Tratamos de ubicarlo, alguno de sus compañeros lo encontró y le dijo que volviera. Luego desapareció del mapa. Después, con todo el trabajo que ya había en la casa de acogida no lo seguimos buscando. Se asumen esos casos como pérdidas.” Con los labios apretados y las cejas levantadas, su cara reflejó la mezcla del asco y la costumbre de contar a esos chicos como verduras echadas a perder.
“¿Pero nunca más supieron nada de él?”
“Como a los dos años de esto iba en el auto después del trabajo, tipo once de la noche. Creí verlo a media cuadra, pero se escondió detrás de un poste sin luz. Ni se me ocurrió parar, no se puede en ese barrio. Los pasteros se ven todos iguales, así puede que no haya sido él.”
“¿Cómo se veía?”
“Muy viejo.”
7. Domingo 25 de septiembre, 3:30 AM aproximadamente, 1994, una ciudad pequeña de regiones: M., 18 años, se desmayó en el estacionamiento de la disco. Sus amigos F., 20, y R., 21, intentaron reanimarla. Su amiga V., 19, luego de mirar en silencio unos momentos, les dijo que M. llevaba una semana en una dieta de pisco y jale.
Luego de despertarla un poco, a cachetadas, la llevaron al departamento de R. para darle café. “Estoy bien, déjenme dormir”, les dijo babeando. La zamarrearon e hicieron bailar. A las 8:00 de la mañana comenzó a reaccionar. “Hueón conchetumadre, no vayan a cachar mis viejos.” “No te preocupes” dijo R. “Pero no pueden cachar nada. ¿Mi bolso dónde está? Necesito una rayita.” “Te boté la hueá”, dijo F. mientras le entregaba el bolso. M. se puso furiosa. “¡Pero conchetumadre, tenía cuatro gramos! ¡Cuatro gramos de mote!” “Te los boté no más. Ahora te voy a llevar a andar en moto al cerro para que transpires la hueaíta.” “V., hueona, quiero mote, o un copete por último, ayúdame, no seai maraca.”
“Ni cagando chica.”
F. tuvo a M. corriendo todo el día. R. compró un enorme bidón de agua para hidratarla y V. llamó a la familia de M. para decirles que se había quedado en su casa, enferma del estómago. Para sorpresa de los cuatro, tanto el tratamiento como la mentira funcionaron sin problemas.
Ninguno de ellos tuvo que enfrentar ni padres ni la urgencia de la clínica local. Hasta donde sé, las tres personas que todavía pueden contar esta historia en primera persona dejaron de ser amigos hace mucho tiempo.
6. 21 de septiembre, año 2007. Un matrimonio joven pasea a metros de un anciano borracho, abrazado a uno de los cientos de postes embanderados en una calle desierta de balneario. Los tres parecen ser las únicas personas en todo el pueblo. El viejo está peleando solo. Discute sobre el pago mal repartido de un trabajo y acusa a su colega de ladrón, hipócrita y sinvergüenza varias veces. De un segundo a otro, el colega imaginario pasa a ser el marido en la vereda contraria. Le ofrece pelea batiendo un puño en el aire.
“Acércate, poco hombre, me robaste, me mentiste. Deja de esconderte detrás de tu hermana, pasas escondiéndote detrás de las mujeres. Traidor. Vendido, te vendiste, me robaste mi plata y después te vendiste por vino, vendido,” tomó aire y acusó más fuerte aún, “¡Y VOTASTE POR IBÁÑEZ!”
55 años más tarde, el borracho miró al suelo y trató de agacharse para tomar su caja de tinto.
5. Esta noticia se repite cada septiembre en todos los diarios de Chile. La primera vez que la leí fue en 1981 en El Mercurio de Antofagasta y decía más o menos así:
“Un hombre de 54 años de edad, identificado con las iniciales J.M.R.C. falleció anoche en las inmediaciones de las ramadas ubicadas junto al Estadio Regional, presumiblemente producto de una caída desde un terraplén de aproximadamente tres metros de altura.”
“Según testigos, el individuo se encontraba en manifiesto estado de ebriedad desde hacía varias horas, habiendo de hecho permanecido dormido en la entrada de la Ramada Oficial La ___ durante la mayor parte de la noche. El Teniente Primero de Carabineros, A.T.H., descartó la intervención de terceros en el deceso del afectado.”
4. Dos jubiladas se preparan para la Navidad. “No puse la guirnalda en la puerta este año. No va a venir nadie.”
3. M. sufría una enfermedad degenerativa. Pasó más de la mitad de su vida postrado y encogiéndose. Vivía en una casa enorme con una persona que se encargaba de alimentarlo, bañarlo, vestirlo, de toda la vida que M. no podía hacer. Un primo en segundo grado lo iba a ver a menudo. Un día se fue a vivir lejos. Cada vez que su primo volvía a la ciudad y lo visitaba, M. era muy feliz. Durante el tiempo que pasaría hasta la próxima visita, M. se sabría amado.
2. Invierno del 2003, una farmacia en Providencia, hora de almuerzo. Dos cajas atendiendo. Tengo el número 28, van en el 20, juego con mi bufanda, impaciente. Una señora de edad monopoliza una de las cajas desde hace rato. La otra avanza cuatro números. La señora empieza a despedirse del cajero. Demora un número más. Se va. Llaman al 26 y al 27, que ya se fue, seguramente tan molesto como estoy yo con el cajero que hablaba con la señora. Lo reto por permitir que lo haya monopolizado tanto rato. Se disculpa. Dice lo que no dije, que mi tiempo es importante y él lo comprende, pero que “ésta es la hora en que sale esta señora, porque no hace tanto frío. Además, ella es sola, cuando sale aprovecha de conversar con uno porque después vuelve a su casa y no sale hasta el otro día. De todas formas, discúlpeme de nuevo. ¿Va a llevar algo más? Tenemos caramelos de menta-eucaliptus a $590.”
1. Mi vecina es madre soltera. Su hijo de ocho años tiene autismo leve. Ella vende ropa, comida, menaje, pinta casas, pone cerámicos, reparte lo que venga para mantenerlo. Lleva al niño a una escuela especial todas las mañanas y cumple fielmente con las horas que el Ministerio de Salud le da para ver sus progresos y sugerirle como ir mejorando su formación. Su mamá le ayuda cuidándolo, cocinando, comprando insumos para el último negocio que esté haciendo.
Hace cuatro meses empezó a sentir mucho dolor, deseó que le llegara pronto la menopausia y siguió trabajando. El dolor aumentó con los días. Le dieron espasmos intensos y se doblaba de dolor en la calle. Tenía que ir a comprar cosas para el cumpleaños de P. pero no pudo. Volvió al departamento pálida. Estaba empezando a sangrar. Decidió ir al hospital.
“No,” le dijo su mamá. “Te vas a morir esperando. Anda a la Católica.” Sacó todo lo que el cajero más cercano le dio y se lo entregó.
Mi vecina llegó afirmándose de los muros. La pusieron en una camilla. La examinaron. Le dijeron que estaba en labor de parto. Contestó que estaban locos, que ella no había tenido sexo en años. Cuando iba a exigir que la dejaran irse de ahí el dolor, contracciones a estas alturas, a cada minuto, la dejó casi desmayada. “Usted está en labor de parto” le repitió un especialista mientras tanteaba con su mano dentro de ella. “Aquí está la cabeza”. Le hicieron todo tipo de preguntas respecto a su embarazo mientras la preparaban. Le preguntaron por el padre, por algún familiar. Le dijeron que respirara como parturienta. El dolor ya no le daba espacio ni para llorar. “Me volví loca”, pensó. “A lo mejor es cierto y estoy embarazada y no me acuerdo”. “Mi hijo por la chucha, no me puedo morir ahora, le dije que le iba a comprar las cosas para su cumpleaños”. Gritó fuerte, pidió una segunda opinión. Llegó un doctor que estaba por terminar su turno. La envió a otra sala de operaciones. Le pidieron un teléfono para contactar a su mamá. Le dieron formularios para firmar. La anestesiaron.
El tumor pesaba dos kilos. Estaba casi desprendido de las paredes del útero. Le sacaron ambos. Volvió a tiempo para el cumpleaños de su hijo, en un taxi, porque agregar la ambulancia a la cuenta era mucha plata. Tres días después del alta estaba trabajando.
Nos terminó de contar todo esto en el ascensor, sujetándose la cicatriz con el brazo cuando llegamos a nuestro piso.
Mi esposa y yo traíamos montones de cajas de cartón para embalar nuestras cosas y cambiarnos de casa. Cuando le contamos, hizo un puchero y contuvo el llanto. “Los voy a extrañar vecinos”. La víspera de Navidad nos dejó en la puerta un regalo, una de las artesanías que había hecho con un fondo que le dio el Fosis. Con el regalo venía una carta, y en la carta nos agradecía por ser tan buenos amigos. “Pero si no hemos hecho nada por ella” dijimos ambos, casi a coro.
Horas después, mientras llenábamos las cajas y las etiquetábamos, pensé que en realidad sí, conversábamos con ella cada vez que nos veíamos en el pasillo.
“Acerca de la vecina,” dijo mi esposa sin levantar la vista, “nunca la he visto conversando con nadie en el pasillo.”